Ojos de ver. (Getty)
Ojos de ver. (Getty)

Borges, ya ciego, visitó Machu Picchu. ¿Cómo lo miraba? Contestó que lo veía, que no necesitaba mirarlo. Luis Alberto Sánchez polemizaba diciendo que estaba ciego, pero que le sobraba visión para entender el Perú. En el “Ensayo sobre la ceguera”, de José Saramago, una ciudad sufre una plaga que vuelve ciegas a sus gentes. “No son ciegos, están ciegos”, citaba El País para explicar las miserias humanas que se desencadenan. Ciegos que ven y ciegos que no ven.

La ciega más notable es la justicia. Bueno, no lo es. Le ponen una venda para que lo sea. Quieren simbolizar que la ley se aplica con rigor, sin mirar a quién. Pero esa venda aparece recién en una escultura del siglo XVI. Se populariza de ese modo en el siglo XIX, luego de los excesos en la Revolución francesa. Antes de eso, la justicia tenía ojos de ver, de comprender. Era sabia y prudente. Por eso los griegos la representaban siempre bella, porque no hay belleza mayor que el equilibrio. En eso basaba su autoridad. No necesitaba de la espada.

Themis era la diosa de la justicia, la “del buen consejo”. Pero había otra que le disputaba posición, Némesis, la del “justo y colérico castigo”. Era la venganza, la del “ojo por ojo, diente por diente”, tan antigua como la humanidad misma. Themis o Némesis, justicia o venganza, sanción prudente o colérica. Ese es el dilema en estos días.

A los políticos, por ejemplo, queremos verlos presos. Bien como justicia, mal si es por morbo. Pero, buscando el pretexto para el castigo, olvidamos juzgarlos también por sus actos de gobierno: por lo que ofrecieron, por lo que hicieron o dejaron de hacer. Perdemos ocasión para madurar políticamente, para buscar consensos, para pensar por qué los elegimos. Son tiempos difíciles. Debemos aprender a ver en medio de la oscuridad, como los ciegos, como Borges.

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