(Foto: @photo.gec)
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Nos vamos acostumbrando a que Pedro Castillo se quede hasta el fin de su mandato. En marzo solo el 22% creía que duraría hasta 2026; ahora lo cree el 31%. Es poco aún, pero va subiendo. Tiene, además, un núcleo duro de 25% de aprobación, para quien las evidencias de corrupción que se le imputan son solo una persecución injusta. Está claro que, en cualquier otro momento, ya se le habría botado. ¿Cómo así sobrevive? Pues se dan dos explicaciones. Una es que ha comprado votos, mediante pactos políticos o prebendas presupuestales, para impedir que el Congreso obtenga la mayoría que necesita para suspenderlo o vacarlo. La otra es que el Congreso está peor que él. Con una aprobación de solo 10% carece de legitimidad política para destituirlo. Eso explica por qué ha bajado de 67% a 60% la expectativa de que se vayan todos y se convoquen elecciones generales adelantadas.

Sin embargo, la razón parece ser otra. Mire usted la lista de políticos que la población siente que la representa. Castillo está en primer lugar. Claro que, en el marco de un desprestigio total, su preferencia es de solo 6%. Aun así, es el doble de la de Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y Martín Vizcarra, cada uno con apenas 3%. Entre ellos, ocupando el segundo lugar, está Antauro Humala con 4%. Luego, siguen personajes para todos los gustos, con tendencias cercanas a cero. Pero el dato relevante es que el 50% no se siente representado por nadie y el 18% no opina. En simple, una absoluta mayoría de 68% no tiene líder. Es un vacío enorme que puede ser llenado peligrosamente por cualquiera. Es verdad, por lo elemental que suele ser una campaña electoral, basta que un improvisado realice un acto espectacular o diga una frase ingeniosa y, a último momento, puede arrastrar multitudes hasta llegar a ser presidente. Sin raíces, ni compromisos, ni controles, ni equipo de gobierno, el líder aupado estará libre para hacer de las suyas, para llevarnos a mayores desgracias, si cabe.

MIRA: Votar por botar

¿Qué hacer? Ocurre que las preocupaciones de la gente van por otro lado. Uno creería que, en una economía que no se recupera, la falta de empleo y la inflación debieran ser los problemas principales. Pero no, son los últimos de la lista con 22%. El que lo encabeza con 60% es la delincuencia y eso, lamentablemente, es evidente. Pegadita con 57% viene la corrupción, pero con sorpresas. Para el 59% la corrupción perjudica su economía familiar y tiene que pagar coima para que las cosas funcionen. Son dos sensaciones nuevas. La corrupción ya no se ve como un acto criminal contra algo tan abstracto y lejano como el Estado, sino que daña directamente la vida cotidiana. Tampoco se ve como el pago para torcer la ley para obtener favores ilícitos o evitar sanciones, sino que se coimea para que la ley se cumpla y se hagan las cosas como se debe. Lo peor: para el 80%, los peruanos somos corruptos.

Es un cambio sutil. Antes, los corruptos eran los políticos y que se fusile a todos parecía bien. Ahora la corrupción viene con alarmas, todos somos responsables en algo y es la causa de que el Estado no funcione. Es un golpe de realidad que puede ser para bien. Aporte de las encuestas de Ipsos y del IEP que revelan que el liderazgo que se reclama no es de personas, sino de honestidad; que el problema no solo es de la política y del Estado, sino de la vida cotidiana y de la sociedad. Revertir ese doloroso 80% que nos señala a todos como corruptos es tan importante como imaginar un mejor gobierno para 2026. En rigor, es la misma cosa. El gobierno es reflejo de lo que somos, o de lo que hacemos o dejamos de hacer. Bien, porque la tarea empieza por uno. Aquí y ahora.

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