(Foto: GEC)
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El 19 de enero de 1969 Jan Palach moría por quemaduras graves. Tres días antes se había rociado combustible y prendido fuego en la Plaza Wenceslao en Praga. Protestaba contra la URSS por haber invadido Checoeslovaquia para desmontar las reformas políticas del presidente Alexander Dubcek. Luego se inmolarían otros dos estudiantes. Bobby Sands era militante del IRA, luchaba por independizar Irlanda del Norte del Reino Unido. El 1 de marzo de 1981 lideró una huelga de hambre en prisión. Exigía ser tratado como preso político. Llevó un diario. En el día 38 fue elegido al Parlamento británico, casi por unanimidad. Murió el día 66. Al poco tiempo morían otros nueve huelguistas.

Visto así, debes preguntarte: ¿cuál es el precio de tu libertad? Hay dos precios posibles. Uno es el precio para venderla, cambiándola por lo que crees que vale más. Otro es el precio que estás dispuesto a pagar para conservarla. Para Jan y Bobby, ese precio fue la vida misma. Pues bien, ¿qué está pasando con nuestra libertad? Hugo Neira ha escrito que las repúblicas también mueren y Moisés Lemlij ha comentado que estas elecciones son el último capítulo de un suicidio a plazos. ¿Estamos por matar nuestra libertad? Si fuese así, a diferencia de Jan y Bobby, no estamos muriendo por defenderla. La estamos perdiendo por no haberla sabido defender.

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Las elecciones no van a mejorar la situación. En laboratorio, con Pedro Castillo se puede empeorar y con Keiko Fujimori no es seguro que se vaya a mejorar. Es que un presidente no define todo. Yuval Harari ha comentado que las elecciones solo determinan dónde está la mayoría. La democracia, en cambio, es un sistema de gobierno que garantiza la libertad y la igualdad de los ciudadanos todo el tiempo. El papel de la mayoría es definir las políticas públicas, pero estas siempre deben servir a todos los ciudadanos, sean de la mayoría o de la minoría.

El problema ha sido que, en el tiempo entre elecciones, hemos sido espectadores. Eso facilitó una suerte de dictadura por abandono. Fue aprovechada por quienes controlaron el poder, nacional y regional. Y ya ve lo que pasó. La gran mayoría de los ciudadanos reclama no tener servicios públicos básicos. Entonces, si se trata de conservar libertad y democracia, tenemos la responsabilidad de diseñar políticas públicas, financiarlas con impuestos y deuda razonable, exigir eficiencia en la gestión social y, con urgencia, que lleguen a todos. Pasar de espectadores a actores de nuestra propia libertad. Ese es el precio que tenemos que pagar.

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