(EFE)
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Hay 193 especies vivientes de simios, 192 están cubiertas de pelo. La excepción es un mono desnudo, que se ha puesto a sí mismo el nombre de homo sapiens. Así empieza el Mono desnudo de Desmond Morris. Ser lampiños parece ser lo que nos diferencia. En verdad, tenemos mucho más pelo que los demás simios, solo que el nuestro es un vello finísimo, casi una pelusilla, poco perceptible al tacto. Eso permite que los humanos podamos tener un contacto directo, de piel a piel. Para Morris, eso es muy importante porque la separación de la cría al nacer no es tan violenta y, mientras dura la lactancia, la más larga de todas las especies, se construye un vínculo muy fuerte con la madre, como en ninguna otra especie. A partir de allí, se desarrolla el sentimiento, el afecto.

En De animales a dioses, Yuval Noah Harari comenta que los animales acumulan conocimiento por experiencia, pero que no puede ser trasmitido a otros individuos, ni genéticamente a sus crías. Ese conocimiento muere con él. En cambio, los humanos desarrollamos lenguaje y escritura, abstracciones consensuadas que permiten producir, acumular y transmitir conocimientos. La clave está en la crianza, también la más larga entre todas las especies, en la que se fortalecen esas habilidades, lo que genera más conocimiento, que se trasmite de persona a persona, de generación en generación. La acumulación de conocimientos nos convirtió en la especie dominante. Poco sirve, advierte Harari, cuando somos la que más daño ha generado a otras especies y al planeta.

Sin embargo, para Johan Huizinga, en su Homo ludens, por encima del saber (homo sapiens) y del hacer (homo faber), está el jugar. Es verdad que otros animales superiores también juegan. Los perros, por ejemplo, corren en círculos sobre ellos mismos jugando a morderse la cola. Pero solo el hombre ha logrado construir ficciones, creando un orden absoluto, con reglas propias, en las que compite consigo mismo o contra otros. Lo característico, agrega Huizinga, es que el hombre que juega se entrega a la ficción de ese mundo paralelo de tal manera que, por un tiempo, el juego lo absorbe plenamente, lo que genera emoción. Esto vale para jugar rayuela, dados, naipes, ajedrez y, claro, fútbol.

Quizá el fútbol sea lo más parecido a los combates de circo en la Roma imperial, pero sin sangre ni heridos (la más de las veces) ni muertos. Dos mil años después, el coliseo son los estadios y los gladiadores son los equipos. Pero no hay un emperador que baje el pulgar para autorizar la muerte, ni público que lo influya. Ahora ganar depende de uno. Se dice que en el fútbol no hay lógica. Es cierto, la victoria siempre es objetiva, gana el que meta más goles, aunque el contrario hubiese jugado mejor. Esa incertidumbre hace que haya más emoción todavía. El hombre que juega es la síntesis del hombre que sabe, porque el fútbol cada vez más exige conocer cómo juega el enemigo para planificar cada partido; del hombre que fabrica, porque el fútbol exige destrezas y habilidades para vencer estrategias; y del hombre con sentimiento, porque el fútbol también requiere pasión para dejarlo todo en la cancha.

El fútbol hipnotiza porque es la simulación de la vida. Todo puede pasar, es imprevisible. No obstante, hay que prepararse lo mejor posible y perseguir la victoria, aunque el pronóstico esté en contra.

En estos días, todos somos expertos. Discutimos seriamente para cada partido qué hacer y por qué pasó lo que pasó. La pregunta es ¿por qué no hacemos lo mismo en nuestra vida cotidiana? El partido de la política, de cómo organizar el Estado y de cómo vivir mejor en sociedad, lo vamos perdiendo.

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