(Foto: PCM)
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Cuando las decisiones de gobierno se subordinan a la voluntad de quienes detentan el poder de turno y no al imperio de la ley, los ciudadanos quedamos desprotegidos frente a la arbitrariedad.

Eso es precisamente lo que ha sucedido el sábado: la premier firmó un acuerdo con comuneros y autoridades locales de Ayacucho para retirar y cerrar cuatro unidades mineras sin contar con un mandato legal para atribuirse dicha decisión. Ademas, ni las empresas afectadas ni sus miles de trabajadores fueron incluidos en la negociación o, por lo menos, informados.

Aunque es cierto que las empresas tienen plazos de cierre establecidos legalmente (una obligación para cualquier operador minero), la práctica en muchos casos, y especialmente en los grandes proyectos, es que estos se modifiquen periódicamente, entre otros, en función de los nuevos descubrimientos de mineral. Como al inicio no se puede saber a ciencia cierta la vida útil de la mina se vuelve necesario tener la posibilidad de flexibilizar la operación. La autoridad competente puede no ampliar el cierre pero debe fundamentar su decisión en base a criterios técnicos y no políticos. Sin predictibilidad no habría inversión en el sector.

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El acuerdo firmado por la premier es otra de las tantas señales equívocas del gobierno (hasta el cierre de esta columna el presidente no se había pronunciado) a la inversión privada. Peor aún, empodera y legitima a quienes creen que pueden conseguir resultados apelando a la violencia. Con este precedente será cuestión de tiempo para que en otras regiones del país se exijan salidas similares (que transgredan el ordenamiento legal) ante los conflictos sociales.

Esperemos que el gobierno estudie con más detenimiento lo que implica tomar una decisión de esta naturaleza en un sector que genera dos millones de empleos a nivel nacional y representa el 25% de la recaudación tributaria.

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