(Foto: Julio Reaño/@photo.gec)
(Foto: Julio Reaño/@photo.gec)

A primera vista, la resignación ante el desgobierno y ante el evidente saqueo de lo público resulta inexplicable. Sin embargo, si sondeamos más allá de la superficie, constataremos que este desarraigo colectivo es, en parte, resultado del desencanto generalizado con nuestra clase gobernante y del profundo desprestigio de los mecanismos políticos.

Aunque las encuestas demuestran que la población apoya cada vez más una interrupción del mandato presidencial (solo el 29% cree que el presidente debería gobernar hasta 2026, Ipsos), por el momento no hay suficiente combustible para encender la mecha, todavía no hay un casus belli que justifique salir a las calles. Y es que, para qué asumir acción, para qué protestar si es que nadie potable despunta en el horizonte cercano, si es que corremos el riesgo de tener otro presidente improvisado y un Congreso igual de precario. Así parece pensar un sector de la sociedad.

Este es, a mi parecer, un error de juicio. El nivel de deterioro institucional y de los servicios públicos provocado por este gobierno es pasmoso y tomará años revertir. En su afán por sobrevivir, el presidente Castillo ha perdido la aprensión que los escrúpulos suelen generar; quizás el ejemplo reciente más paradigmático sea el reemplazo de Amalia Moreno como directora de la Autoridad para la Reconstrucción por un personaje sin calificaciones. Es difícil imaginar que el Estado resista cuatro años más bajo la lógica de la toma de la administración pública por argollas de amigos.

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Pero, además, este gobierno no está en capacidad para enfrentar los desafíos de la crisis internacional. En vez de implementar medidas que ayuden a la población más vulnerable ante el deterioro de las condiciones de vida, se ha dedicado a aprobar propuestas efectistas y a hacer proselitismo. Por si fuera poco, la incertidumbre asociada al ruido político está inhibiendo el crecimiento económico, la inversión y tendrá, a la postre, un efecto en la reducción de la pobreza.

Resulta un imperativo cívico que la ciudadanía abandone la parálisis y que manifieste su rechazo colectivo a la degradación institucional, económica y moral perpetrada por este gobierno.

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