“Quiero hablar sobre una manifestación cultural que debe llenarnos de orgullo (como tantas otras) y ser otro elemento más de cohesión nacional”.
“Quiero hablar sobre una manifestación cultural que debe llenarnos de orgullo (como tantas otras) y ser otro elemento más de cohesión nacional”.

Hoy no quiero tratar sobre el corrupto y desastroso gobierno de Castillo y la izquierda, que falla en todo y busca enfrentar a los peruanos de la costa con los del Ande y la selva; quiero hablar sobre una manifestación cultural que debe llenarnos de orgullo (como tantas otras) y ser otro elemento más de cohesión nacional.

Días atrás culminó el Concurso Nacional de Marinera y estuve en la ciudad anfitriona: Trujillo. Debo haber sido muy niño cuando vi una marinera y no recuerdo mucho, más aun cuando en mí solo había espacio para mi orgullo arequipeño.

Estoy casado con una gran mujer trujillana que ha inculcado en mí el amor por una ciudad y sus tradiciones que me eran ajenas. La marinera la llevan los trujillanos -y norteños- grabada en su ADN sin importar su estrato social. Es una danza que les aflora orgullosamente ni bien sienten el primer redoble del tambor.

¡Qué belleza de baile! Subsume toda la expresión del sincretismo cultural que nos hace peruanos. El cajón (expresión afroperuana) abre paso a las guitarras y vientos (herencia europea), para invitar al zapateo más coqueto y armonioso que solo el oriundo suelo costeño puede engendrar. Arriba, los pañuelos juguetean al ritmo de las cimbreantes polleras que con elegancia gobiernan las damas, mientras el poncho del chalán rememora a la montaña que besa la costa. La sonrisa coqueta de los danzarines evoca la alegría y calor de nuestra selva. Todo el Perú junto en un solo baile, sin resentimientos.

Gracias, Mili; gracias, Ana Elsy, Toño y gracias a su bella hija, la Reina María Paz; gracias, Juan Javier, y gracias, Trujillo, por esos días maravillosos que han afianzado mi peruanidad.

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