El historiador Yuval Noah Harari aclara que los grandes eventos mundiales, como la actual pandemia, siempre dejan efectos duraderos: “Esta es la naturaleza de las emergencias: aceleran procesos históricos”.
Es interesante analizar el COVID-19 bajo este prisma, no solo como un catalizador de cambios únicos, sino como un acelerador de procesos que ya estaban encaminados. Así, estamos viendo cómo hemos avanzado décadas en tendencias, buenas y malas, que venían aumentando gradualmente: trabajo remoto, e-commerce, transacciones cashless, brecha digital, desigualdad económica, el ocaso de los cines, entre otras.
El cambio más obvio tiene que ver con nuestras oficinas. Aunque no todos podamos (o queramos) trabajar desde nuestros hogares, el éxodo de una parte de la fuerza laboral hacia sus casas tiene implicancias de segundo orden de gran magnitud (second order effects, en inglés).
Los más afortunados tendrán una flexibilidad absoluta en su movilidad, pudiendo elegir chambear en otra ciudad e incluso país. Ciudades como Nueva York o Los Ángeles han perdido cientos de miles de ciudadanos que favorecen lugares más tranquilos, verdes y con menos impuestos. Lo mismo podríamos estar viendo en Perú con lugares como el Valle Sagrado o las playas del norte.
El cambio va a ser más profundo y no solo afecta al mundo empresarial. Durante la pandemia, hemos visto innovaciones en campos que se consideraban inmanejables de manera remota: psicología, diagnósticos médicos, entrenamiento físico, entre otros.
Este fenómeno ya está afectando el diseño de nuestras ciudades, rubros como construcción y la venta o alquiler de oficinas y automóviles. Pero, con las políticas adecuadas, también podría acelerar, aunque sea un poquito, un proceso que nuestro país pide a gritos: la descentralización.