Desde algunos años, expertos vienen advirtiendo de una ola de autoritarismo en el mundo. Estos gobiernos se basan en el absoluto control de la sociedad, el Estado dirige a las empresas, la oposición política es extinguida y la prensa independiente sofocada. A la cabeza de esta corriente están China y Rusia, con líderes que han logrado consolidar el poder dentro de sus fronteras. Durante años han apoyado, directa o indirectamente, a otros autócratas en el mundo: en Bielorrusia, Venezuela, Filipinas, Corea del Norte y Siria, por mencionar algunos.
A los dictadores les conviene demostrar que su forma de gobernar es legítima y que la democracia es caótica, frustrante, impredecible y, también, corrupta. Como cualquier peruano puede atestiguar, esta última descripción resuena sobremanera. Sin embargo, con todos sus defectos, el modelo democrático es lo mejor que tenemos para intentar asegurar una prosperidad justa y equitativa.
En este contexto, Rusia inició una agresión desmedida y asimétrica contra Ucrania, esperando un rápido colapso para poder instalar un gobierno títere alineado a sus intereses. Todavía cualquier cosa puede pasar (a pesar de una valerosa resistencia ucraniana, a estas alturas, se está subestimando el poderío militar ruso), pero es obvio que Putin cometió un error en sus cálculos.
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Pues, de todos los escenarios posibles, es innegable que lo menos que quería el dictador era galvanizar y unir a sus enemigos. Peor para él aún, en el proceso, está perjudicando a millones de ciudadanos rusos y convirtiendo a Zelensky y al pueblo ucraniano en símbolos mundiales de la democracia e independencia. Hoy, más que nunca, las guerras son también de información y, al menos en ese frente, Putin está perdiendo por goleada.