Foto: GEC
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Quien votó por Pedro Castillo es calificado en las redes, con saña y rencor, como bruto, o peor aún, con un racista “cholo ignorante” en el que se fusionan ambas palabras asumiendo que son una sola. Quien votó por Keiko Fujimori es un corrupto o un ladrón. Y quien votó en blanco o viciado es un tibio o un irresponsable que no ama su país. Ninguna forma de votar te salva del insulto. Cualquiera que haya sido tu voto, eres de lo peor para una buena parte de los peruanos.

El mismo acto que es fraude cuando perjudica a mi candidato es defensa democrática cuando lo favorece. Y es que defender la democracia se ha vuelto una excusa para resistirse, de ambos lados, a que la democracia funcione. La leguleyada, la trampa y la tinterillada se han vuelto más importantes que el resultado real de la votación. Ambos bandos están dispuestos a torcer la ley si con ello se evita que el otro gane. Todos reclaman por la institucionalidad, pero en el fondo no les importa si el resultado se quiebra por un golpe de Estado o una rebelión popular. En lo que parece una paradoja, pero que en realidad es nuestra propia inconsistencia, para todos es legítimo romper el orden democrático con el fin de preservar la democracia.

Con tremendas cúpulas de vidrio sobre su cabeza, unos se alegran de que se pida prisión preventiva para Keiko pero no dicen nada cuando liberan a Cerrón con un oscuro hábeas corpus. Y otros se espantan con Cerrón libre y callan sobre la corrupción fujimorista.

Los defectos de Castillo no se compensan con sus virtudes, sino con alegar que los defectos de Keiko son peores. Y viceversa.

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Si votaste por Keiko, eres un pituco insensible. Si votaste por Castillo, eres un pobre resentido. Si piensas distinto, la discrepancia te hace mi enemigo. Nunca más cierta la frase de que si no estás conmigo, estás contra mí.

Somos un país dividido en mitades casi exactas, no por las aspiraciones de un futuro mejor, sino por el rechazo al rival. El voto dejó de ser expresión de preferencia para ser expresión de odio.

Un país lamentable. Un país vergonzante. Un país que festeja el bicentenario con un inmenso ekeko del que hemos colgado todas las miserias morales que nos presentan como una república inviable y una nación carente de civilización.

Y esto no es culpa de los candidatos y sus partidos. O, mejor dicho, no es solo culpa de ellos. Es culpa de todos. Hemos creado un sistema político que nos conduce a tener una segunda vuelta entre los dos candidatos más odiados, en lugar de tenerla entre los dos más queridos. Ambos son pésimos. Son un desastre para el país. Cualquiera que sea el resultado, bastante más de la mitad de los peruanos estará frustrado y resentido porque ganó aquel por el que no votó o porque tuvo que votar por el que nunca quiso votar.

Siento una sincera vergüenza de lo que veo. Y esa vergüenza es en parte ajena, pero es en parte propia. Integramos todos un colectivo que ha fracasado en vivir con tolerancia, respeto y empatía.

Finalmente es bueno sentir vergüenza. Quien se avergüenza de pecar da un primer paso hacia la redención. Pero quien no se avergüenza de hacerlo se condena solo a la perdición.

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