(Foto: Grupo El Comercio)
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Hace unos años estuve de jurado en un examen de grado para obtener el título de abogado. El graduando presentaba dos expedientes y tenía que discutir los problemas jurídicos relevantes con los integrantes del jurado.

Uno de los expedientes era sobre un divorcio. Los hechos ocurrieron durante la celebración familiar luego de la confirmación de una de las hijas del matrimonio. Luego de la ceremonia en la iglesia los miembros de la familia de la esposa y del esposo y sus amigos se reunieron en la casa.

No estaba claro qué gatilló el problema. Pero la descripción de los testigos ponía los pelos de punta. De pronto los problemas familiares, algunos particularmente íntimos, afloraron en discusiones ásperas entre los cónyuges y entre las familias, con la complicidad de uno que otro amigo. Comenzó a subir el tono. “¡Que no respetas a mi hija!”. “¡Que tu hija no trata bien a mi hijo!”.

Como consecuencia de los tragos, la discusión se puso más hosca y difícil. En algún momento algún familiar increpó a uno de los cónyuges haber ahorcado a los periquitos mascota del otro.

Las reacciones no se hicieron esperar. De los gritos se pasaron a los golpes y de los golpes a una riña generalizada. Volcaban los muebles y los adornos volaban por los aires. Nadie respetaba a nadie.

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En medio de la trifulca, la esposa sube, escapando de los golpes del marido, al segundo piso. El marido la persigue. Cuando este último está subiendo la escalera, cae de arriba una máquina de coser, de esas antiguas y pesadas, lanzada por su esposa. Si le daba de lleno, lo hubiera matado.

No quiero ni imaginar el impacto de los eventos en la niña recién confirmada, que se levantó en la mañana esperanzada con encontrar paz y calidez en un acto de fe y terminó viendo no solo su celebración, sino su familia, destruidas.

Una celebración requiere confianza. De hecho, necesita mucha confianza. Uno celebra para compartir recuerdos y esperanzas. Y en esos días uno espera disipar sus temores.

Pero si los ánimos no están bien, con suerte la cosa quedará en un ambiente frío como el hielo, quizás reprimido por la necesidad de cierto respeto a la ocasión. Pero todo se puede desbocar. Pueden surgir discusiones agrias, duras y hasta violentas. Por allí un grupo de invitados se retira tirando la puerta. Y de pronto surge el riesgo de recibir un refrigerador en la cabeza.

¿Cómo celebraremos el bicentenario? Al margen de la disputa electoral, el ambiente está crispado. Hemos perdido la capacidad de diálogo. Los intercambios en redes sociales muestran desprecio por las esperanzas y temores ajenos. Renunciamos a ser tolerantes, abiertos a escuchar y a esperar ser escuchados.

No culpemos a las elecciones. Esto viene de antes. De mucho antes. No proviene de discusiones ideológicas coyunturales. Proviene de nuestra renuncia a confiar unos en los otros.

Hemos perdido la disposición a dar el primer paso. A extender la mano. A arriesgarnos a aceptar que pudiéramos estar equivocados y que el otro podría tener algo de razón. Ante una discrepancia, antes de escuchar lanzamos una máquina de coser desde el segundo piso. Con ello las celebraciones, como la del bicentenario, dejan de ser una ocasión feliz y se convierten en una riña callejera.

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