(Foto: AFP)
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El voto universal es probablemente el invento más revolucionario de la civilización moderna. Hace que cada persona, sin importar su trasfondo o condición social, valga lo mismo al momento de decidir el futuro de la nación. Las brechas económicas cotidianas y las dinámicas de desigualdad de poder son abolidas por un día, el día más importante. Y, así, las elecciones evidencian, cada tanto, el verdadero estado de un país.

¿O alguien puede afirmar que el proceso electoral que estamos atravesando no es un fiel reflejo del modelo de política y de sociedad que se ha construido en el Perú? La improvisación, el autoritarismo, la tolerancia a la corrupción, el individualismo, por dar solo algunos ejemplos.

Los peruanos podríamos decir que ya somos expertos en ver cómo la realidad nos golpea en la cara en cada elección. Y esta no ha sido la excepción, sino más bien la profundización de eso al extremo.

Los resultados del 11 de abril nos han dejado una segunda vuelta que para muchos de nosotros era uno de los peores escenarios posibles. Sin embargo, seríamos hipócritas si nos hacemos los sorprendidos. Cada cinco años el Perú se mira al espejo y ve las grietas en su estructura. Recuerda los grandes problemas de un país inconcluso, o tal vez mal cimentado.

Más aún, las encuestas de segunda vuelta nos muestran a una nación partida, y no en proporciones iguales. Hay un Perú que ha estado del lado favorable de la bonanza económica y ha visto los beneficios de la democracia, y otro Perú que no.

Pero, ante esto, llama poderosamente la atención el gran nivel de negación que se ha desplegado estas semanas. La poca intención de reflexionar sobre lo que nos ha traído hasta aquí, por parte de nuestra élite social, económica y política. En los últimos días, más bien, hemos visto innumerables muestras de racismo, desprecio y hasta prepotencia para intentar imponer un voto en segunda vuelta.

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Esa élite que hoy teme por el panorama económico venidero, antes de correr a gastar millones en paneles publicitarios o de intentar obligar a sus trabajadores votar como quieren, debería primero determinar cuál ha sido su responsabilidad en el camino que nos ha llevado hasta aquí. Con mucha autocomplacencia y sobresimplificación de la realidad fueron incapaces de escuchar las críticas y reflexionar sobre el rol que se esperaba de ellos. El otro no existía, o era el enemigo o un ignorante que no entendía que todo estaba bien.

Los ejemplos abundan. Cuando el año pasado se impulsó el Acuerdo de Escazú, que garantiza algo tan básico como el acceso a justicia y las vidas de defensores ambientales, ¿lo aceptaron como un paso de camino al desarrollo sostenible o se dejaron llevar por la misma paranoia simplona que hace 15 años los hizo estar en contra de la Ley General del Ambiente? Cuando se plantearon políticas de diversificación productiva, ¿se abrieron al debate alturado o tildaron estas iniciativas de “velasquistas”? Cuando se plantearon propuestas reformistas en materia económica, ¿estuvieron abiertos a escucharlas o su absurdo macartismo pudo más?

No deja de ser paradójico ver a sectores que en las últimas décadas han vivido aislados del resto del país, hoy desesperados por acercarse y buscar convencer a aquel otro Perú, sin saber cómo. Un buen primer paso sería que dejaran de hablar por un momento y escuchen lo que el otro está tratando de decirles.

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