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Después de una situación difícil, suele darse un distanciamiento en las parejas. Una crisis puede generar un quiebre definitivo, pero puede llevar también a una maravillosa reconciliación.

Durante los últimos 5 años, el Estado y el sector privado tuvieron una relación tirante marcada por la desconfianza, resentimiento y acusaciones mutuas. Las circunstancias cambiaron cuando se supo que la elección presidencial se definiría entre dos candidatos sensatos respecto a la inversión privada; resurgieron la esperanza y la ilusión de poder reconstruir y mejorar aquella relación tan deteriorada.

El discurso con el que el presidente inició su mandato el 28 de julio fue una suerte de renovación de votos y casi juramento de amor eterno para los siguientes 5 años (aunque es sabido que el amor eterno dura bastante menos).

Pero ya no se trataba del primer amor, inexperto y dispuesto a perdonar las fallas del amado. En el segundo debut hay menos paciencia y la desconfianza reaparece. Ya no estamos dispuestos a esperar ni a perdonar deslices: queremos promesas cumplidas. Se esperaba un fuerte impulso a la inversión que iniciaría con el destrabe y reinicio de proyectos paralizados. La confianza del inversionista generaría proyectos que aumentarían el empleo formal, darían tranquilidad al consumidor y tendríamos el círculo virtuoso de la reactivación económica.

Nada de eso ha ocurrido. Y si realmente se quiere salvar la relación, solo queda ir a terapia de pareja.

Burócratas y empresarios no se entienden; los proyectos continuarán trabados a menos que intervenga un componedor en el que ambos confíen y que impida la interferencia de suegras, supervisores, reguladores y fiscalizadores. Y que garantice que una decisión honesta, correctamente asumida, no llevará a nadie a la cárcel. Odebrecht fue una mala pareja, pero no significa que "todos son iguales".