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Esta es la época del año que alguna gente espera con entusiasmo e ilusión: unos para que llegue y otros para que (¡por fin!) termine.

En el primer caso encontramos personas como mi amiga Amalia, judía, generosa y entusiasta participante de bonitas veladas navideñas. También están los que abiertamente declaran no creer en Dios, pero sí en la Navidad. Cada quien es libre de pensar como quiera. Gracias a Dios.

Entre los detractores están quienes, cediendo a la presión social o familiar, enfrentan estoicamente las compras de regalos y pagan resignadamente la tarjeta, cuando no con angustia porque no se está en posibilidad de cumplir con las expectativas familiares.

Por alguna extraña razón, esta es también la época del año que muchas empresas eligen para reducir personal.

He intentado comprender por qué, pero no he encontrado más explicación que la posibilidad de que el espíritu de Ebenezer Scrooge haya posesionado a los gerentes a cargo.

Las estadísticas revelan que, a pesar del optimismo inicial, el empleo formal ha continuado cayendo, reflejo de la menor inversión privada.

También es cierto que la resistencia de los proyectos a dejarse destrabar no ayuda ni a la economía ni al empleo… ni a mirar el futuro con optimismo.

Pero la Navidad es una época en que todos podemos hacer magia; algunos la hacen entregando juguetes y panetón con chocolate; otros podrían hacerla postergando para fines de enero (o marzo, o setiembre) sus decisiones de despido, aunque sea necesario sacrificar parte de su bono o dividendos.

¿Suena alarmantemente "socialistón"? No lo sé. Tal vez, junto con funcionarios decididos a sacar adelante los proyectos de infraestructura, sea la fórmula para mejores navidades y prosperidad para todos.