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Sin gloria, sin vergüenza ni arrepentimientos. PPK dejó el cargo sin un necesario mea culpa, sin medir su responsabilidad en la crisis, sin distinguir la diferencia entre la gestión pública y privada, sin ser riguroso con el manejo político creyendo que su experiencia como hombre de mundo y de finanzas lo vacunaban contra lo que él consideraba nimiedades domésticas del ánimo nacional.

Recordemos, si no, aquello que adelantó en aparentes cándidas declaraciones: jalarse a congresistas opositores para protegerlo del obstruccionismo de la mayoría, ahora sabemos, por los audios y videos grabados clandestinamente por un topo de Fuerza Popular, que el precio y el método eran lo de menos. Volvíamos a los 90. El asunto para PPK era evitar, a todo costo, una vacancia. En su mensaje de renuncia, sin una línea de autocrítica, aquel que encarnó la ilusión de todo un país en julio de 2016, terminó en las circunstancias más penosas, dejando su cargo de presidente en un escenario de descrédito galopante.

Es una hora en que la clase política, la dirigente y la de la tribuna, empezando por el primer vicepresidente, Martín Vizcarra –quien debe asumir el mandato constitucional con firmeza y de inmediato–, el gabinete que designe, que debe ser amplio y convocante, y el Parlamento se esfuercen al máximo para lograr la continuidad y serenidad al país.

Quedarse en los bochornosos audios, en los mecanismos de la cutra, en las miserias individuales no le dan gobernabilidad al Perú. Es una hora difícil en la que hay que poner nuestro mejor esfuerzo para darle tranquilidad y proyección a la vida ciudadana. Basta de juegos. Una agenda país y un mínimo de consenso es lo que requerimos para salir de esta crisis. A ver si nos ponemos a la altura.

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