Federico Jiménez Losantos, en su magnífico reciente libro Memoria del comunismo –cuatro ediciones en una semana–, asegura que, en el camino al poder, los comunistas fingen ser demócratas, socialistas, bolivarianos o indigenistas. Esta identidad es normalmente banal porque la gente está preocupada de sus necesidades diarias: seguridad, trabajo, vivienda, etc. El consultor político detecta estas necesidades y diseña su campaña. Así funciona en una sociedad estable.
Pero cuando la colectividad se desilusiona del sistema político, el consultor clásico empieza a equivocarse. Los comunistas, en cambio, empiezan a acertar. Hurgan el desaliento social y hacen crecer el sentimiento de indignación. Muchos políticos no perciben este fundamental cambio en el ánimo colectivo que ha pasado de la micropolítica a lo trascendental, a los himnos épicos, a los sentimientos y juicios ideológicos, al redentor que representa el bien y señala al gran enemigo: el mal.
Hoy México vive una profunda crisis institucional y de descreimiento. Andrés López Obrador, el candidato comunista (enmascarado de viejito sensible), lidera las encuestas con más del 30%. Como ha edificado un gran enemigo: el imperialismo yanqui, los ricos y los corruptos, puede: a) desempeñarse en todos los tipos de liderazgo: racional, paternal, carismático y tradicional; y b) unificar bandos diferentes que se cohesionan ante el mismo enemigo.
Si los consultores y los políticos no lo demuelen pronto, es probable que crezca una estampida electoral a su favor, como sucedió en casos similares en otros países; y termine ganando con más del 50%. Pero, claro, no es raro que México crea ser diferente. También Venezuela, Bolivia, Cuba y otros creyeron estar naturalmente vacunados. Es que cada país latinoamericano piensa que lo salvará su manera exclusiva de ser. Ojalá.