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Cada país de América Latina se mira el ombligo. Aunque hijos de la misma colonia española, de procesos republicanos parecidos y de dictaduras y procesos democráticos similares, insistimos en ser diferentes. Solo validamos al ojo de Francia o Estados Unidos que nos estudia por el microscopio. Nuestro vecino continental nos es ajeno. Este desapego impide aprovechar el espejo de nuestro hermano/vecino para conocernos.
Otra lógica común es nuestro prejuicio maniqueo: los indios son buenos, los españoles malos, el imperialismo opresor, los ricos explotadores, el arrepentido que nos condujo al precipicio merece nuestra protección, la emoción vence a la planificación, el deseo a la organización, la pasión a la paciencia, etcétera. Y cualquiera sea la ideología, la idea (o el ideal) es más noble que la realidad: la política debería ser incorruptible, seguimos al redentor carismático, nuestro conmilitón no tiene defectos (es santo), el enemigo no tiene virtudes (es hereje). En síntesis, nuestras lógicas más poderosas son religiosas solo que ajustadas a mundo terrenal, a lo secular.
Fue este pensamiento religioso-secular, esta lógica —y no una preferencia electoral—, lo que eligió a Morales y a Chávez. Y fue este el que permitió sus cabriolas propagandísticas mientras (dirigidos por Cuba) avanzaban en la toma del poder absoluto. Lo que habilitó estos procesos populistas fue nuestra forma de pensar aunque lleve el disfraz de preferencia electoral. En el Perú, la misma lógica ideal con el nombre de la anticorrupción está festejando la destrucción del sistema de partidos, y cuando esto suceda llegará el redentor antisistémico.
Hoy creemos que cambiando las preferencias electorales derrotaremos a las dictaduras, sin cambiar pensamiento y acciones. (Continuará).