Apenas hace tres semanas que se inició una débil y desarticulada campaña de los partidos. La mayoría de la población no conoce los símbolos y nombres de muchos de ellos y tampoco de sus propuestas. Salvo en los partidos que han participado en anteriores elecciones, existe una gran confusión en los electores. Lo mismo sucede con los candidatos al Congreso. El desconocimiento de los partidos es mayor al interior del país, pero más fácil conocer los antecedentes de los candidatos. En Lima y otras grandes ciudades es al revés.

En las anteriores elecciones generales, para la Presidencia y congresistas, la campaña en serio se iniciaba a los tres o cuatro meses antes de la votación. Lo mismo que las encuestas; por eso su validez –referida al tramo que faltaba para las elecciones– tenía la característica de ir variando conforme se intensificaban las campañas. Bastaría recordar los saltantes cambios en la preferencia de los candidatos a la Presidencia, de diciembre del año anterior a marzo-abril de 2011 y 2016 (primera vuelta). Ahora las encuestas no pueden seguir la secuencia de “las fotos del momento”.

El desprestigio del Congreso disuelto ha sido tal que no solo se achacó a la medianía grosera de la mayoría de los congresistas, sino que también contagió a la propia institución del Legislativo. De ahí los problemas: el probable gran porcentaje del ausentismo y de los votos viciados y en blanco, sumado al corto tiempo para la campaña y la gollería de mantener la inscripción de todos los partidos (24) sea cual fuera la votación alcanzada. Por eso no se presentó ninguna alianza electoral entre partidos inscritos y todos los “vientres de alquiler” apuestan a ser cabeza de ratón. Otros participan como un simple ensayo.

Aunque preocupados, somos optimistas. ¡A votar!


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