El indicador más usado para evaluar la marcha de la economía es la evolución del Producto Bruto Interno (PBI), que mide el valor de los bienes producidos en un periodo, en un país. Si vemos el comportamiento del PBI entre abril y julio, las cifras han sido 0.19%, 0.71%, 2.62% y 3.28%. Cada mes crecemos más respecto al mismo mes de 2018.

Una cosa es que hayamos elevado las cifras de crecimiento mensual y otra si son suficientes para que los ciudadanos las sientan en sus bolsillos y en su vida. Esto último no ocurre. ¿Han mejorado la educación y salud públicas? ¿Existen más hogares con acceso a agua potable? ¿Ha caído la inseguridad ciudadana? ¿Está aumentando el empleo significativamente? La respuesta es no. Entonces, ¿de nada sirve crecer? No. Por ejemplo, según el INEI, el ingreso promedio mensual de aquellos trabajadores con educación superior universitaria en Lima Metropolitana cayó de S/2,920 en julio de 2018 a S/2,766 en julio de 2019, prueba de que las cifras económicas no conectan con la población.

Cuando una economía crece, el Gobierno eleva su recaudación tributaria, pues las empresas pagan más por impuestos sin que cambie una tasa. Al vender más, se recauda también más IGV. Ese dinero que recibe el Gobierno es el que sirve para dar respuesta a las preguntas del párrafo anterior. ¿Y por qué no lo hace? Porque no ha implementado reformas que puedan enfrentar las dificultades de gestión para mejorar las variables clave. Mejorar una economía no es un acto de fe ni magia. Decidir, comunicar y actuar con firmeza son los principios rectores del paso de las ideas a las acciones. De lo contrario, las buenas cifras macroeconómicas se seguirán combinando con un malestar de la población que no ve luz al final del túnel.

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