Mañana es un día clave para ver qué medida se tomará en el Congreso (Foto: Perú21)
Mañana es un día clave para ver qué medida se tomará en el Congreso (Foto: Perú21)

Cuando el ex ministro de Educación Jaime Saavedra fue interpelado, la sesión en el Congreso fue cualquier cosa menos una demanda de explicaciones, sentido real de este mecanismo. A primera hora, los parlamentarios o no estaban o gastaban el tiempo sin escuchar. En este momento, la interpelación era un gasto inútil de tiempo de un funcionario público.

Más tarde, vino el show para las tribunas. Los congresistas se lanzaron con mentiras y frases altisonantes. El caso más memorable (aunque quisiéramos que se borre de la memoria) fue el debut de Bienvenido Ramírez, quien se sumó atolondradamente al coro de congresistas que buscaba mellar los méritos de la prueba PISA.

Al parecer, a Ramírez no le importaba si luego hablaban bien o mal de él, sino que hablen. Se trataba de aprovechar los reflectores para salir del anonimato. Generalmente estas intervenciones no solo son disparatadas, sino también rimbombantes. Se vociferan con un falso ánimo de denuncia. Mientras más alto el grito, más firme la supuesta crítica y más posibilidades de captar la atención.

El Congreso ha aprobado ahora la interpelación a la ministra Marilú Martens. Esta será otra ocasión para el desperdicio del tiempo de funcionarios públicos y para la búsqueda de reflectores de legisladores que por mérito propio no tienen figuración.

La interpelación es, entonces, otro mecanismo distorsionado. Las autoridades tienen la obligación de responder las preguntas de la representación. Los congresistas no tienen la obligación de escuchar ni entender. Las intervenciones de muchos congresistas no buscan interpelar, sino golpear, hasta humillar, al funcionario de turno. Hasta se puede convertir en una competencia de quién usa más decibeles para aporrear. En algunos pocos casos, las acusaciones pueden tener sustento, pero en medio del ruido, la señal se pierde.