El supremacista blanco Brenton Tarrant, de 28 años. (Foto: AFP)
El supremacista blanco Brenton Tarrant, de 28 años. (Foto: AFP)

El ataque terrorista ejecutado por un supremacista blanco contra musulmanes que rezaban en dos mezquitas en Nueva Zelanda le quitó cierta inocencia a ese país de escasa violencia. Una sociedad multicultural con un 67% de ancestros europeos, 15% de indígenas originarios maoríes y un porcentaje importante de inmigrantes que han buscado oportunidades en esas tierras del océano Pacífico en recientes décadas.

El perfil de personalidad, la ideología y el método de Brent Tarrant, el terrorista, no distan de las de otros –religiosos o no– que han cometido masacres en nombre de supuestos dioses, naciones o pureza racial, en muchas otras partes del planeta. Según la policía, Tarrant mencionaba en una cuenta de Twitter el manifiesto El Gran Reemplazo, un libelo que cita el derecho del hombre blanco sobre los “invasores” que amenazan sus tierras cuyo autor fue Dylann Roof, un joven que asesinó a nueve afroamericanos en una iglesia de Charleston, en EE.UU., para inspirar una guerra racial. Este mismo manuscrito inspiró a Anders Breivik, el terrorista ultraderechista que asesinó a 69 adolescentes que acudían a un campamento organizado por el partido laborista de Noruega en la isla de Utøya, en 2011.

El terrorismo y el fanatismo se dan cuando cualquier persona o grupo justifica que las ideas están por encima del respeto a la vida. El atentado en Nueva Zelanda nos deja con otro problema: cómo detener a los asesinos y terroristas, que por razones obvias buscan la espectacularidad, pero al filmar sus crímenes las redes sociales no tienen tiempo (o ¿no quieren a tiempo?) de cortar la señal que transmiten en vivo. Este es un desafío cada vez más urgente.

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