Rechaza acusaciones. Daniel Ortega negó la intervención de grupos paramilitares en protestas. (USI)
Rechaza acusaciones. Daniel Ortega negó la intervención de grupos paramilitares en protestas. (USI)

Ni con agua bendita tendrá redención la pareja presidencial Ortega-Murillo, que controla a Nicaragua. Aunque se autoproclama “cristiana, socialista y solidaria”, es responsable política de más de 440 muertes desde que comenzó la ola de protestas contra su gobierno, en abril de este año. Es claro que la brutal represión contra las manifestaciones pacíficas reproducen el mismo libreto –probablemente diseñado en La Habana– de la estrategia aplicada por el chavismo en Venezuela, el año pasado, cuando Maduro resistió los embates del masivo levantamiento popular contra su dictadura.

Tal como hizo Maduro, para ganar tiempo, Ortega invitó a un falso diálogo con mediación de la poderosa Iglesia nicaragüense, e incluso el dictadorzuelo planteó la posibilidad de adelantar las elecciones hasta que las matanzas se fueron convirtiendo en “dígitos” a los que, lamentablemente, los gobiernos latinoamericanos se malacostumbran. El ex líder de la revolución sandinista de 1979, que derrocó a la tiranía dinástica de los Somoza, lleva 10 años dirigiendo una neodictadura, junto a su esposa, varios de sus hijos y otros parientes, en un régimen que sus mismos ex camaradas sandinistas comparan con el que ellos depusieron.

Ortega declaró hace unos días: “Ni Dios me saca de la presidencia”, pero debería repensar esta frase porque, en enero de 1918, su antecesor ideológico, Nikolay Yemelianov, comisario de instrucción de la revolución soviética y quien durante años proclamó que se podía conciliar al marxismo con el cristianismo, organizó un “Juicio del Estado Soviético contra Dios, por genocidio” y lo condenó a morir.

Cuando Dios ya no importó más, comenzaron las masacres de sacerdotes y opositores políticos, y luego siguió el gran terror comunista.