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[OPINIÓN] Jaime Bayly: Cháchara babosa

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En los días ideales, hablo con muy poca gente y nunca por teléfono ni mucho menos por las odiosas conexiones visuales que facilita la modernidad.
Intercambio palabras con mi esposa y con nuestra hija todavía menor de edad. A la hora tardía del almuerzo, pido lo de siempre, un pastel de espinacas y un jugo de frutos rojos, al camarero con el pelo rubio en el café al que vamos habitualmente. Luego paso las tardes en riguroso silencio. No se me ocurre encender el teléfono celular. Ya no hay teléfonos fijos en casa.
Cuando manejo rumbo al canal, prendo el teléfono por si me llamara mi esposa, pero ella nunca me llama porque sabe que estoy convencido, sin pruebas, de que hablar asiduamente por teléfono da cáncer.
Llegando al canal, hablo brevemente con el gato callejero. No sé si es hembra o macho. A veces le digo gatita, en ocasiones gatito. Le dejo comida, le digo un par de piropos y sigo mi camino.
En la isla de edición, hablo a gusto con el editor. Es un gran profesional. Es inteligente, rápido, eficaz. Hablamos de los videos que estamos editando, comentamos las noticias que vamos ordenando, alineando. El primer trabajo que me dieron como periodista, cuando tenía quince años, fue cortar los despachos cablegráficos que se imprimían con estrépito en los teletipos, leerlos, ordenarlos y alinearlos en orden de importancia. Más de cuarenta años después, sigo haciendo lo mismo, solo que ahora no son papeles impresos en los teletipos, sino videos de distintas fuentes periodísticas.
La edición nos toma poco menos de una hora. Luego, si acaso, hablo de fútbol con el editor, pero solo brevemente. Es hincha del Barcelona. Yo era hincha del Barcelona cuando era niño porque un peruano jugaba en ese club. Ahora no soy hincha de nadie. O acaso soy hincha de mí mismo. Solo así puedo resistir, seguir en pie.
Terminada la edición, solía entrar al cuarto del maquillaje y, por tanto, hablar con la señora maquilladora. Ya no lo hago más. Cuando llegó la pandemia, dejé de maquillarme con ella. Ahora me maquillo en casa. Por supuesto, me maquillo mal, muy mal. No uso la base correcta, ni el polvo adecuado y los ojos me quedan oscuros como si fuera un mapache. Me da igual. Ya no hablo entonces con la maquilladora: una persona menos en mi austero intercambio verbal de cada día, casi mejor.
Tampoco hablo ya con mi productor porque he dejado de tener productor en el programa. Ahora el productor soy yo mismo. Antes hacía entrevistas en el programa y mi productor me conseguía los invitados. En consecuencia, debía hablar con el productor, un gran profesional, y luego, por fuerza, con ganas o sin ellas, con el invitado. A veces el invitado me caía tan mal que le decía insidias, mezquindades. Incluso he llegado a insultar a algún invitado y a echarlo del estudio en directo, en medio de una batahola salpicada de gritos y procacidades. Ahora me ahorro entonces los diálogos con el productor y las entrevistas con los invitados. Casi todos los invitados eran unos pánfilos. Casi todos se presentaban como analistas políticos. Sí, cómo no, y yo soy analista de huracanes.
Hasta ese momento, cuando entro al estudio, he hablado tan solo, idealmente, con cuatro personas: mi esposa, mi hija, el camarero rubio del café y el editor. Ha sido un día perfecto.
No hablo con mis hijas mayores porque no tengo sus números celulares y ellas jamás me llaman, solo nos comunicamos por correo electrónico y así está bien, ellas conocen mis manías. No hablo por teléfono con mi madre ni con mis hermanos viajeros, toda comunicación con la familia extendida es también por correo electrónico. Con mis enemigos hablo en soliloquios ponzoñosos cuando los insulto mientras camino o me ducho o leo el periódico, pero ellos por suerte no se enteran, menudos cabrones.
Tan pronto como traspaso la puerta metálica e ingreso al estudio de televisión, hablo con un número limitado de personas: la jefa de piso y los tres camarógrafos, solo con ellos, a quienes saludo con genuino cariño, y con nadie más. Ya no hablo con el público que antes acudía a verme al plató. Eran decenas de personas a las que saludaba una a una, antes de empezar el programa, y a las que regalaba chocolates, sonrisas, besos, apretones de manos, palabras dulces. Cuando llegó la pandemia, dejó de venir público al estudio, casi mejor así. Ahora no tengo que hablar con treinta o cuarenta personas cada noche. Es un alivio. Yo mido la felicidad en silencios, en palabras no habladas, en promesas no formuladas. Podríamos volver a recibir público en el canal, pero ya me acostumbré a la tranquilidad de estar solo, sin público, sin invitados, sin productor, yo a solas con cuarenta o cincuenta videos alineados, las noticias del día, que voy presentando y comentando, a veces en serio, a veces en clave de humor.
Ni siquiera saludo ni hablo en modo alguno, y estoy orgulloso de ello, porque no me gusta ser falso ni hipócrita, con el periodista espigado y cantarín que termina su programa en vivo minutos antes de que comience el mío. No me mira ni me saluda, me ignora, y yo hago lo mismo, no lo miro ni lo saludo, lo ignoro, mientras él pasa por allá detrás de las cámaras, retirándose en la penumbra, pues ahora los reflectores están encendidos conmigo. El veterano periodista se marcha silbando o cantando y sube a un auto blanco que cuesta medio millón de dólares. Si no nos hablamos, si no nos saludamos, se diría que somos enemigos, pero no sé si realmente lo somos. Mi percepción paranoica es que ese periodista, a quien debería ver como un colega, como un compañero de trabajo, es amigo de algunos de mis peores enemigos, y por tanto es sospechoso y pasa a ser mi enemigo y mejor no le hablo y me ahorro palabras falsarias y gano silencios sinceros.
Con la jefa de piso y los tres camarógrafos, todos ellos de origen cubano, hablamos pocas palabras antes de salir al aire y durante las pausas comerciales. Pero casi no hablamos porque las pausas son breves y debo enfocarme en lo que viene a continuación. Son afectuosos conmigo y les tengo aprecio y gratitud. Como el canal está en venta y no sabemos si entrarán pronto los nuevos dueños, todos nos cuidamos de lo que decimos, porque bien sabemos que en los canales de televisión hay micrófonos abiertos por todas partes y si haces una broma o dices una picardía o te permites una insolencia, puedes acabar perdiendo el trabajo, malquistado con los dueños salientes y sus gerentes, o con los dueños entrantes y sus gerentes. De manera que, durante la hora del programa, hablo unas pocas palabras con la jefa de piso y los tres camarógrafos, y los viernes compartimos algunas delicias que compro en el café del camarero rubio tan simpático y servicial.
Al salir del estudio, no hablo con nadie más en el canal. Pero ya en el estacionamiento, me detengo, bajo de la camioneta, le sirvo una lata de comida al gato o la gata y me siento en una silla plegable de playa y le converso y le hago cariño. Es decir que con el gato o la gata tengo una relación tan cercana que le doy de comer al llegar y al marcharme, y me siento en la silla plegable para conversarle y hacerle caricias.
De regreso a casa conduzco despacio para que no me detenga la policía. Hablar con un policía que te clava una multa es traumático para mí, menos mal que hace mucho que no me ocurre. Llegando a la casa, me despojo de la chaqueta y la corbata, pues ya me he limpiado del maquillaje en el canal, y hablo con el perro, que me saluda ladrando con frenesí, y luego con mi esposa, que suele estar escribiendo, ya en ropa de dormir. A esa hora nuestra hija duerme, así que solo hablo con mi esposa y con el perro.
Mi esposa y yo no hablamos demasiado. Con suerte me cuenta lo que está escribiendo. Tiene el buen tino de no ver el programa. Yo no le cuento gran cosa del programa porque el programa no es gran cosa y no hay nada que contar. Luego ella saca a pasear al perro para que haga sus necesidades y yo me pongo pijama y me echo en la cama, esperándola. Casi no hablamos en la cama. Ella se duerme enseguida. Es normal: ella se levanta a las ocho de la mañana y lleva a nuestra hija al colegio, yo me levanto pasado el mediodía.
En los días ideales, entonces, hablo con un número acotado de personas, y así está bien, muy bien. Hablo con mi esposa y mi hija, hablo con el camarero rubio, hablo con el gato o la gata del canal, hablo con el editor, hablo con la jefa de piso, hablo con los camarógrafos, hablo con mi perro y no hablo con nadie más. Me parece que es un buen récord y estoy orgulloso de él: cada día hablo con pocas personas, con un gato o una gata y con un perro. Y con nadie más. Me parece que merezco un premio por no imponerle mi cháchara babosa a nadie más en este mundo.
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