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El documental Icarus, premiado con el Oscar 2018, narra la historia de su director y protagonista, Bryan Fogel –un ciclista amateur–, quien contacta al químico ruso Grigori Rodchenkov, director del laboratorio del Centro Antidopaje de Moscú, para que le ayude a mejorar su rendimiento inyectándose sustancias prohibidas sin ser descubierto.

Fogel se comunica con Rodchenkov porque se entera de que la propia institución rusa encargada de supervisar el fair play de sus atletas es la que les ha dado la fórmula para utilizar sustancias energizantes sin ser descubiertos por la WADA (Agencia Mundial Antidoping).

Lo que pretendía ser un documental modesto, termina convirtiéndose en una trama de política y de espionaje que revela cómo Rodchenkov era la última pieza de un engranaje cuya punta del iceberg era la cúpula de asesores en asuntos deportivos del Gobierno ruso y el propio Vladimir Putin.

La WADA certifica que ha sido engañada por el régimen ruso en las olimpiadas de Pekín, Londres e, incluso, en las invernales de Sochi en 2014, en la propia Rusia, por lo cual recomienda que no se permita la participación de ningún atleta de ese país en las Olimpiadas de Río de Janeiro.

Sin embargo, dos semanas antes de esta competencia, el Comité Olímpico Internacional permite a Rusia competir (¿dinero?, ¿política?, ¿ambos?).
Mientras tanto, otros colaboradores de Rodchenkov mueren en circunstancias extrañas y otros funcionarios menores del Gobierno ruso, implicados en los casos de doping, son encarcelados. Putin nunca reconoció que sabía del asunto.

¿No pudo al menos la FIFA cambiar la sede del Mundial a tiempo por el récord de trampas del régimen de Putin?

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