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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

Comencemos reconociendo con hidalguía que le debo mi primera-primera plana. En aquellos días de fines de los 90, algo aburrido del tradicional semi-anonimato o seudo famita del aguerrido reportero dominical, confundido al extremo de creer que debía confundirme siempre con mis propias primicias y, seguramente convencido de que ocupar la portada completa de un diario pondría a la gente a pedirme autógrafos, me aumentaría el sueldo o significaría en mi vida algo verdaderamente trascendental, tome la decisión consciente de besarla esa noche, en los labios, a como diera lugar. La Chola Chabuca nos había invitado a su show y yo aproveché aquellos verdaderos cinco minutos de fama para abalanzarme sobre Magaly con desenfrenada y oportunista pasión. Eso pasó en la televisión pero no en la vida real. Si nos preguntan si alguna vez nos hemos besado, lo negaremos con total firmeza. Muchas veces, la tele es un universo imaginario y las cosas que suceden allí nunca ocurrieron en realidad. Cualquiera que haya trabajado en ella sabe de lo que hablo: con rarísimas excepciones, la gente que se declara su amor ante cámaras no se ama en realidad, la gente que se pelea ante cámaras no se pelea en realidad, la gente que se desmaya ante cámaras no se desmaya en realidad, la gente que se propone matrimonio ante cámaras no se casa en realidad, la gente que se revienta cohetes ante cámaras no se revienta ningún cohete en realidad.

La foto del pico, efectivamente, fue titular. La mandé enmarcar y todavía la tengo guardada, envuelta en periódicos amarillentos, en alguna de esas cajas que, mudanza tras mudanza, no me he animado, en años, a desembalar. La frágil notoriedad alcanzada gracias al piquito con La Urraca se evaporó en cuestión de dos o tres días en los que seguramente tuve que trepar a la punta del cerro a hacer mi siguiente reportaje y todo volvió, sin pena ni gloria, a la normalidad. Un año antes, algo aburrido del tradicional semi-anonimato o seudo famita del aguerrido reportero dominical y, seguramente convencido de que volverme flaco pondría a la gente a pedirme autógrafos, me aumentaría el sueldo o significaría en mi vida algo verdaderamente trascendental, había tomado otra de mis habituales decisiones delirantes: me había hecho la lipo en TV nacional. No era, por supuesto, una lipo cualquiera, la mía era una mega-lipoescultura. Tan mega, pero tan mega que hubo que hacérsela en dos tandas porque todo aquel bofe acumulado en todos los intersticios de mi fatigada anatomía no se podía aspirar hacia afuera de un solo viaje. Dolió, sí, pero no mucho. Dolió como si me hubieran pateado en el suelo entre veinte para ser aceptado en las filas de la Mara Salvatrucha. Pero, en honor a la verdad, tuvo también su recompensa y pude volver a las tiendas a comprarme ropa como la gente normal sin tener que pasar por la humillación de salir del probador a devolver una montaña de pantalones 38 que no me entraban. Eso me pasó en la televisión y también en la vida real. ¿Valió la pena? Seguro que sí porque, gracias a aquella mágica lipo, una influyente damisela empezó a piropearme públicamente llamándome cuero y otras cosas semejantes a las que yo no estaba –ni estoy, ni estaré jamás– acostumbrado. Era Magaly, por supuesto. Y yo, que todavía no tenía claro que la gente que te coquetea en pantalla no te coquetea en realidad, caí redondito y me la creí y me puse a mandarle flores con mensajitos en verso que ella leía de modo muy travieso en su programa a lo que yo, que no tenía programa propio, respondía buscando nuevas y variadas formas de llamar su atención y, de taquito, la atención de toda la población. Los pertinaces coleguitas del espectáculo empezaron a buscarme con el mismo interés cultural con que hoy buscan a Andy V y comenzaron a tomarme en cuenta, por ejemplo, para encuestarme en notitas cojudonas del tipo "¿cuál es el lugar más insólito en el que has hecho el amor?".

A partir de aquel romance televisivo ocurrió en mi vida algo muy extraño y desconcertante: todos en la calle me reconocían pero nadie sabía quién era ni a qué me dedicaba, ni siquiera cómo me llamaba. Lo único que sabían era que yo era el "novio" de Magaly. Y, fuera adonde fuera, Lima o provincias, todos me gritaban: te busca Magaly, ahí viene Magaly, suave con Magaly. El vacío existencial me devoraba. Era, más o menos, como ser López, el perro de Raúl Romero. Era como ser famoso pero al revés. Un buen día –muy esperado, claro– ella me invitó a su programa. Yo no había hecho shows en vivo todavía y esa noche, en medio de mi natural ataque de pánico escénico, me tomé tantos vodkas para aplacar los nervios que salí al aire absolutamente zampado. Proferí tal cantidad de sandeces que terminamos trenzándonos en un duelo altisonante y absurdo que, nadie sabe cómo, degeneró en odio irracional, horror y desolación, en años y años, en década y media del más cruel e inacabable derramamiento de sangre: el expediente y la vida secreta, mi madre y su hijo, la carta y el libro, la picatodo y la discoteca, el exilio y la cárcel, el valor y la verdura, el perrito y la calandria. Y, de repente, al filo de una pasarela, el último jueves nos vimos las caras y fue como si nada de todo esto hubiera pasado y todo lo que tuvimos para decirnos fue: Hola, qué tal, ¿qué te cuentas?, ¿cómo te fue en París? Eso pasó en la televisión y también en la vida real. Quizás sea que, a nuestra edad, hayamos entendido que, antes que destruir a su blanco, el rencor destruye primero a quien lo incuba. Quizás sea que estamos en un momento de la vida en el que no podemos darnos el lujo de perder el tiempo desatando otra carnicería humana. En suma: quizás sea que ya estamos grandecitos para cojudeces. Para ser verdaderos, los odios tienen que ser sostenidos porque el odio que no es sostenido no es odio. Y para serles absolutamente franco: qué flojera, el odio, qué flojera. Quizá para conjurarlo del todo baste con reconocer con hidalguía que el odio siempre oculta un trasfondo de genuina y contenida admiración.