Fuimos nubes, seremos nubes. (Perú21)
Fuimos nubes, seremos nubes. (Perú21)

Viajar por puro placer, y nosotros lo hacemos todos los meses, descuidando la educación convencional de nuestra hija, arriesgándome a que me despidan de la televisión, parte de una premisa: si bien somos razonablemente felices acá donde vivimos, donde hemos elegido vivir, podríamos ser más felices allá, en esa otra ciudad, cercana o lejana, que visitaremos en unos días, guiados por la curiosidad y la imaginación, seguros de que lo más bonito del mundo no lo hemos conocido todavía y está esperándonos.

Podría decirse, entonces, que viajamos no porque estemos insatisfechos o descontentos acá donde vivimos, al contrario, estamos encantados de ver cómo nuestras vidas progresan perezosamente y a la sombra en esta isla que hemos hecho nuestra casa, sino porque nos permitimos la desmesura de suponer que unos días en esa ciudad que nunca hemos hollado y vamos a conquistar nos procurarán unos placeres que no hemos conocido todavía y creemos merecer. Es decir, viajamos porque somos optimistas, creemos que siempre es posible ser más felices, nos convencemos de que las ciudades más lindas, los parques más hermosos, las playas más hechiceras, son aquellas que estamos por conocer.

Lo que necesita el viajero no es tanto dinero, sino curiosidad y fuelle, energías y audacia, ilusión e inventiva. El viajero que persigue la belleza escondida debe estar dispuesto a caminar, a perderse, a sentirse un extraño, un forastero, a salirse del recorrido turístico predecible para trazar su propio sendero y hallar las claves de su felicidad. Lo que buscamos es la belleza, la armonía, la inspiración, y todo eso puede encontrarse en los museos y los palacios, pero si hay mucha gente haciéndose fotos, es posible que la experiencia acabe siendo tediosa y agotadora. Por eso, nosotros, que ahora viajamos con un perrito que es como nuestro hijo, hemos aprendido a visitar los parques más lindos, y en ellos retozamos como niños, y yo busco un árbol añoso, centenario, y a su sombra me tiendo en el césped y, si el día está despejado, procuro ver cómo se mueven las nubes, pensando que pronto seré una nube, todos seremos nubes, está en nuestro destino ser nubes, criaturas translúcidas, nefelibatas. Por supuesto, un cuadro colgado en un museo puede conmovernos, pero hay árboles cuya belleza tranquila bien puede rivalizar con las obras de arte que los turistas se apretujan por retratar.

Los viajeros infatigables preferimos olvidar los malos momentos que sufrimos en viajes pasados (el vuelo demorado o cancelado, la azafata ruda, las colas humillantes en los aeropuertos, las esperas prolongadas para encontrar las maletas y arrendar la camioneta) y elegimos recordar los momentos luminosos, espléndidos, sobrecogedores (aquella playa, ese parque de ensueño, el malecón y sus chiringuitos, la ruta zigzagueante que asciende por la montaña, todos los celestes del cielo, los árboles que seguirán invictos y altivos cuando nosotros seamos polvo y olvido) para lanzarnos, intrépidos, a la conquista de una nueva ciudad.

No todos los besos son iguales, no todos los abrazos están insuflados del mismo amor. No es lo mismo un beso en mi cama de todas las noches con mi mujer fatigada que un beso caminando por una playa que no conocíamos, o paseando por un parque cuya antigua belleza nos hace levitar, o al pie de la tumba de un gran artista, recordando la insoportable fugacidad de la condición humana. Es decir, que los viajes, además de provocar sensaciones inéditas, espolean el amor, lo renuevan, lo redefinen, quizás hasta lo multiplican. Porque para nosotros el amor no consiste en mirarnos, sino en contemplar juntos el paisaje, arrobados. Y si bien es verdad que los aviones y los hoteles son a veces caros, no es menos cierto que mirar un paisaje deslumbrante (el mar, un árbol, las hojas que caen cuando tienen que caer con la misma precisión que las personas nos morimos cuando tenemos que morirnos) no cuesta dinero, es gratuito, solo hace falta detenerse, tomar aire y mirar, capturando la belleza del momento.

Pero, por supuesto, para observar con detenimiento, para contemplar la belleza, hay que dejar de mirar los artilugios modernos que casi siempre llevamos con nosotros: el celular, la tableta, el reloj digital, todos esos adminículos maravillosos que a menudo nos distraen de las cosas más bellas y esenciales de la vida misma, de modo que la vida resulta siendo todo lo que pasa a nuestro alrededor y no alcanzamos a ver, porque estamos mirando, hipnotizados, abducidos, zombis, el bendito teléfono móvil, o porque, en lugar de mirar sosegadamente y en silencio la belleza antigua de las cosas, nos obstinamos en hacernos fotos con todas ellas, como si tuviésemos que demostrarle a alguien que estuvimos allí y aquellos paisajes mejoraron muchísimo con nosotros posando muy bobos delante de ellos, con nuestros egos colosales y nuestras sonrisas jactanciosas, con nuestro afán por poner la belleza detrás de nosotros mismos. A veces la mejor foto es la que no se toma, el mejor recuerdo es el que no se estropea impregnándolo de nuestros afanes exhibicionistas, las mejores declaraciones de amor son las que no se dicen con palabras, sino con besos y miradas, en silencio, conmovidos por la belleza de los paisajes que vamos conociendo, y a buen seguro merecemos conocer, por haber tenido la determinación de salir de casa, incomodarnos y llegar hasta allá lejos.

Pero, cuando viajamos, no todo es caminar y mirar, o manejar y mirar, o echarse en el parque y mirar. Uno se cansa, por supuesto, y entonces el cuerpo pide que lo mimemos y consintamos. Es aquí donde me he vuelto un sujeto blando, autocomplaciente: al final de la tarde, volvemos al hotel, más o menos exhaustos, y entonces me dirijo al spa y me abandono al placer de unos masajes severos, de alta presión, que desaten los nudos de tensión y distiendan los focos de dolor, rebajándome a la condición de bebito baboso boca abajo. Me he vuelto adicto a los masajes, los baños de vapor, y fácilmente paso dos horas allí. No podría probar que merezco esos masajes o aquellas formas excesivas de quererme, es probable que esté siendo demasiado generoso conmigo mismo. Pero, descreído de las religiones como soy, profundamente desconfiado de las otras vidas que nos prometen o con las que nos amenazan, bastante seguro de que no hay un alma escondida en mi organismo, me digo melancólicamente que todo lo que soy es mi cuerpo, mi cuerpo estragado y adiposo, mi cuerpo viejo y en declive, mis músculos y mis nervios, mis huesos y mis nalgas, mis órganos corrompidos y mi pelo exuberante, y como soy eso y nada más que eso, me esmero en cuidarlo, con el mismo celo o la misma devoción con que otros, mi madre por ejemplo, cuidan su alma, su vida espiritual. Yo no tengo alma, pero tengo espalda, y mientras otros rezan piadosos, yo someto mi cuerpo a la pericia de un masajista al que prefiero no hablarle. Los viajes, entonces, solo serán perfectos si, al final de la tarde, me reservan aquellas formas supremas de gratificación corporal.

Esta noche viajaremos dos horas en avión hasta unos bosques al norte que no conocemos. Nos anima la ilusión de que allí seremos desusadamente felices. Miraré los árboles y, acaso, les hablaré como si fueran mis antepasados, y bien mirados, lo son. Me rehusaré a hacerme fotos. Caminaré a mi aire, sin apurarme, rezagado, deteniéndome cada vez que el perrito me lo pida. De ese bosque, de aquella naturaleza inmortal, venimos él y yo: él era lobo, yo era mono, ahora nos hemos domesticado y somos amigos y compañeros de viajes, y en unos años seremos las hojas de esos árboles, o las nubes que sobrevuelan, caprichosas. Fuimos nubes, somos nubes, seremos nubes, en eso estaré pensando, mientras caminemos por los bosques al norte, este fin de semana largo.

TAGS RELACIONADOS