Dos y cuarenta y cinco de la madrugada, suena el teléfono fijo de mi casa una y otra vez. Salir del cuarto, caminar a oscuras, bajar hasta la cocina (sí, ahí tengo el teléfono), sentir frío en los pies… Demasiado trámite. Sigamos durmiendo.
Dos y cuarenta y seis vuelve a sonar, vuelvo a hacer el recorrido mental hasta la cocina y me da flojera. Dos y cuarenta y siete, tercera llamada, como en el teatro. Ya me puse nervioso, mi esposa duerme como un ladrillo, y creo que es conveniente contestar. Me apuro, piso una tapa de lapicero tirada en el piso (valga la redundancia, que no está redundando porque la primera es del acto de poner el pie sobre una superficie y la segunda tiene que ver con la superficie misma), puteo a diestra y siniestra, apuro el paso… Llego a la meta y el teléfono dejó de timbrar.
Me siento en la mesita de diario, ya estoy completamente despierto. Veo los vasos con residuos de leche que todas las noches toman mis hijos y por los cuales reniego todas las mañanas porque, como diría mi mamá, eso trae cucarachas. Voy a lavarlos y pienso: “Mejor no, quién sabe, no vaya a ser que suene el teléfono y estoy con las manos mojadas”. Me siento a esperar la cuarta llamada. Pasan un minuto, dos, tres, ya son diez para las tres de la madrugada.
Dicen que la hora tercera de la noche es la favorita del diablo y los espíritus chocarreros para jalarte las patas: “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”. Miro el reloj blanco de pared y segunda puteada de la noche, porque hacía unos días le pedí a la señora que se encarga de la limpieza de la casa que, por favor, no se olvide de que ese reloj en particular también se limpia, ya que se le pega la grasa cada vez que fríe algo. Se me acaba de activar el TOC.
Pasa un minuto más y ya estoy en modo Alejandra Guzmán: “LLAMA, POR FAVOOOOR”. ¡¡¡Tres y un minuto, entró la llamada!!! Me siento como la vez que mi viejita compró siete latas de café Nescafé, despegó las envolturas de las latas y escribió su nombre, apellido y dirección para participar en “La llamada Nescafé ” del Triki Trak.
—¡Aló!
—Aló, tío, que tal. Soy Mario, el hijo de tu tío Roberto. Seguro no te acuerdas de mí, pero nos vimos hace años en el almuerzo que hizo mi tía Piedad por los treinta años de la muerte de tu abuelo.
Pienso en el acto que es una de esas típicas llamadas que hacen desde los penales para hacerse pasar por un familiar en desgracia que acaba de atropellar a alguien o lo han encontrado con drogas, tiene a la policía al lado y te exigen un depósito inmediato para sacarlo del problema. Se trata de un cuento de todas maneras. No respondo nada y escucho un gimoteo:
—Tío, por favor, no me cuelgues. No es una pasada, necesito que me ayudes…
Me hace dudar y acto seguido hace una minuciosa descripción de mi árbol genealógico materno.
Hago memoria del evento y, sí pues, ciertamente hace treinta años fui a la conmemoración del trigésimo aniversario del fallecimiento de mi abuelo. Para variar, a la fuerza, amenazado por mi mamá, porque yo esos acontecimientos familiares por lo general decido perdérmelos de todas maneras, y todos los personajes mencionados son verdadera o lamentablemente mi familia.
Continúo en silencio y al otro lado de la línea, tal como lo hacen los chicos malcriados del Tren de Aragua, sigue en tono de llanto con una historia a la que no llego a prestarle atencion por lo aturdido que me estoy sintiendo, pero que termina con la siguiente frase:
—…. y me han encontrado diez gramos de coca, que te juro que son para mi consumo, y me quieren guardar.
A lo que contesté:
—¿Y yo qué hago? Plata no tengo.
—No, tío, no es por plata que te estoy llamando. Yo quiero que, por favor, hables aquí con el comisario, el oficial Ramírez, que no me cree que tú eres mi tío. Y, como tú trabajas en RPP, seguro me puedes ayudar.
COLGUÉ EL TELÉFONO, FIN DE LA CONVERSACIÓN.
Ocho de la mañana, suena esta vez mi celular, es mi madre:
—¡Carlos Enrique, acabo de hablar con mi hermano Roberto y me ha dicho que no has querido ayudar a su hijo! ¿¡Cómo es posible que seas así!? ¡Nunca se puede esperar nada de ti! ¡Uno a la familia la debe ayudar siempre! ¡El pobre chico está con problemas en la comisaría y tú podías salvarlo!
—Mami, punto número uno, yo no conozco a esas personas; punto número dos, yo no soy Jesucristo para que con solo una palabra bastará para salvarlo; y punto número tres, así lo conociera tampoco lo secundaría.
—¡Nunca estás para tu familia! La vez que tu prima te pidió que seas padrino de su hija tampoco quisiste; cuando Ernestito no tenía para pagar el parto de su esposa, dimos plata, menos tú; tus sobrinos te piden que seas padrino del equipo de fútbol de su colegio y les compres los chimpunes y las camisetas: tu respuesta es no, siempre dices no.
Tirada de teléfono, doy por terminada la conversación.
Me quedé un poquito con las ganas de decirle a mi mami que yo no me tengo que hacer cargo de la jauría de familiares que tenga ella y que, por esas cosas del destino, yo he heredado.
Mi hija mayor se ha ganado con toda la conversación y, como no esperaba menos de su adolescencia, me hace la siguiente pregunta:
—Papá, ¿y qué hubiese pasado si fuera yo la de la llamada? Si algún día a mí me agarran con droga o borracha, o atropellé a alguien y me van a llevar a la cárcel. ¿Tú no pagarías para sacarme?
—Efectivamente, mi amor, solita te has respondido. Yo DE NINGUNA MANERA pagaría para sacarte, ni pagaría por salvarte, ni haría nada para cambiar esa situación que tú solita habrías generado en tu vida.
Primero, porque ya eres mayor de edad y esta conversación sobre los derechos, pero sobre todo los deberes ya la hemos tenido; es decir, advertida estás. Segundo, porque no corresponde. Si te has metido en algún problema de grueso calibre, yo te puedo dar mi mirada, te podría dar un consejo si me lo pides; es decir, te voy a apoyar, pero no te voy a salvar.
Yo no voy a hacerme cargo de lo que tú has generado en tu vida, ya eres una persona de dieciocho años. De aquí en adelante tú tomas tus decisiones, no eres una niñita de ocho años.
Puedes contar conmigo para todo en tu vida, pero eso no significa que yo te salve. Si tú la embarras, tú te haces cargo de esa situación, ese mambo es tuyo. ¿Me va a doler? Muchísimo. ¿Voy a estar preocupado? De todas maneras. ¿No voy a dormir? Hasta que lo resuelvas seguro… Pero no voy a mover un dedo por ti porque, si yo te salvo, ¿sabes que va a pasar?, que no vas a aprender, no vas a sacar la lección de esa decisión de mierda que tomaste, y luego, como no aprendiste, más adelante harás una barbaridad mayor, porque a la primera no escarmentaste.
Silencio incómodo entre los dos. Mi hija se va a su cuarto y desde las escaleras me dice en voz alta:
—Pero yo no voy a hacer cojudeces, pues, papá.
—Entonces, no las preguntes, mi vida. Pero ya sabes: tú te haces cargo de todo. Igual, yo te voy a seguir amando.
Y una vez más pienso: “¡QUÉ INCÓMODO ES SER PAPÁ!”, (a veces).
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