(Foto: Gonzalo Córdova/GEC)
(Foto: Gonzalo Córdova/GEC)

Las tragedias en Perú no suelen estar aisladas ni ser individuales. Detrás de cada noticia que nos indigna y rompe el corazón, suele haber una suma de dramas y precariedades que pasan desapercibidos. Como ocurre en el caso de la niña de 4 años secuestrada, violada y asesinada en Independencia.

La mamá de esa niña la tuvo a los 18 años. Dos años después, tuvo otra niña más con el mismo hombre. Al poco tiempo, este migró en busca de trabajo, así que ella se quedó a cargo de las dos pequeñas. El último sábado, ella salió a una yunza y dejó a sus dos hijas en casa junto a una prima de 9. Al amanecer el domingo, una de ellas había sido asesinada por un chico de 15 años, haciendo realidad la peor pesadilla de cualquier madre: desatender a una hija por un momento y no volverla a ver más. En ese contexto de dolor, la mamá fue responsabilizada por vecinos de ser la principal culpable de la desaparición de su hija y casi termina linchada.

Si bien la tragedia tuvo su lado más cruel en el brutal asesinato de la niña, la cadena de violencia se extiende. Es el caso de una madre sola, un padre ausente, una ciudad vulgarmente insegura y una sociedad que prefiere echarle toda la culpa a la madre antes que al desalmado que cometió el crimen.

Que la mamá haya salido una noche –da lo mismo si a trabajar o a una fiesta– no puede justificar en nada, ni por un segundo, al quinceañero asesino. Que una madre tenga un descuido no la hace cómplice ni responsable de una tragedia como esta.

No debería ser tan difícil entender que el asesino y violador fue él. Más bien, el cargamontón que se ha levantado contra ella demuestra que somos una sociedad sin sentido de solidaridad y que prefiere mantenerse ciega ante la injusticia estructural que miles de madres solas sufren.