No es nuestro enemigo

“He tenido una muestra gratis de cómo funcionamos como sociedad, qué estamos inculcando en nuestros hijos”.
No es nuestro enemigo

Es el campeonato metropolitano de karate. Ya llevo cinco horas en el coliseo de un colegio cuyo nombre no recuerdo. Estoy con el corazón arrugado del pánico porque no quiero que mi hija termine con un mal golpe y hay algo que me llama profundamente la atención: la actitud de los padres cuando sus hijos pierden el “kumite” (combate en japonés). Cuando ganan, los abrazan, los festejan, los cargan, risas van y vienen… cuando pierden, les mienten… no llores, hijito; tú fuiste mucho mejor, no le hagas caso, es solo una pelea, no importa; el juez (shushin) prefería al otro, y el consuelo más alucinante que escuché decir fue “ese chico te pegó más fuerte porque te tiene envidia, tú eres de un mejor colegio, mi amor”.

Parece ser que, en nombre de mitigar el dolor de sus hijos, algunos padres pierden la razón y prefieren hacer como que eso tan incómodo que está ocurriendo no existiese.

Hagámonos los locos, lo desagradable afuera, así sin mayor análisis, sin el qué pasó que nos lleva a la reflexión. Tal cual el comportamiento que tenemos como país. La embarramos eligiendo presidentes, congresistas y autoridades poco calificadas (por no decir salvajes) nos tragamos el sable de cinco años desastrosos y nuevamente las elecciones y más de lo mismo. A volver a elegir a más salvajes, más rateros, más mediocridad. ¿Y la culpa (por no usar la palabra adecuada y que más pesa: ‘responsabilidad’)…? ¿De quién es la responsabilidad? Ay, no sé, de la gente, de ellos, de los malos.

He tenido una muestra gratis de cómo funcionamos como sociedad, qué estamos inculcando en nuestros hijos: si te ganan, el malo es el otro. No hay tiempo para filtrar la emoción, mejor no analicemos la tristeza y, de paso, perdámonos su maravilloso mensaje que, por lo general, es el llamado a la introspección, el análisis, la autobservación, la mirada crítica, ese viajecito al sótano del espíritu donde todo está a oscuras producto de ese resultado en la competencia, y claro que duele, porque es necesario que así sea, necesita ser incómodo para que justamente te muevas, corrijas, analices lo ocurrido y qué es lo que podrías hacer diferente para, la próxima vez, no repetir el plato. Pero no, no lo logramos hacer porque mirarnos significa, por lo general, elegir el boleto enojoso de hacernos cargo.

Esos niños, esa tarde, se han ido a sus casas convencidos de que son los futuros karate kid de su generación. Sus papás se sienten tranquilos porque les han evitado un rato de incómoda pena y lo que seguro ocurrirá en el próximo combate es que les vuelvan a ganar y con el mismo “uchi” (golpe).

Como nuestras elecciones, elegimos cada vez peor, el mismo escenario, los mismos cuentos, la misma miseria moral; solo cambian los personajes. No hicimos nuestra tarea de pensar que nos está pasando como país.

Mientras cavilo todo esto, mi hija ya puso sus dos pies sobre el “tatami” (suelo donde pelean), el shushin (árbitro) hace una señal a los cuatro “fukushin” (jueces) y el “kansa” (supervisor) indica que todo está conforme para dar inicio a la siguiente pelea. “¡Shobu sanbon hajimee!”, grita el árbitro y, como si se tratara de Jackie Chan y Chuck Norris, se trenzan mi hija y un niño de su misma edad, van dos kumites cada uno de 120 interminables segundos. Están empates. Ambos se acercan a sus respectivos senseis, indicaciones van y vienen, es el momento de la batalla final. Últimos dos minutos para determinar quién se llevará la copa en su categoría. Un par de patadas bien encajadas acaban de convertir en subcampeona a mi chibola. Ahora me toca contenerla.

Caigo en la tentación de evitarle la frustración con un “vamos por un helado y olvidémonos de esto” o qué tal si le digo “no importa, mi vida, para mí eres la mejor del mundo mundial”; podría sonar mejor un “Kina Malpartida es un chancay a tu lado”, pero la verdad es que no me salen palabras. Estoy mudo y ella está muy molesta. El sensei la abraza y le da una medallita, sus compañeras la alientan y lo que corresponde es quedarnos porque todavía no ha terminado el campeonato y hay que alentar al equipo.

A mi costado, el niño ganador y sus padres más que felices. Volteo a felicitarlos y felicito al niño también. “Papá, ¡¡¡¿por qué los felicitas?!!! Es mi rival, ¡¡me ha ganado!!”.

Por lo mismo, mi amor. Es tu rival, no tu enemigo. Es un rival en medio de un campeonato donde todos estamos de acuerdo en que lo que ocurra será el resultado justo. Es más, deberías ir y agradecerle.

¿Estás loco? ¡¡Si me ha ganado!! ¡¡Cómo le voy a agradecer!!... Por lo mismo, mi vida, el rival que te vence te está haciendo un regalo, te está mostrando algo. Y la lección de hoy es que necesitas trabajar más en tu bloqueo de patadas y eso ya lo sabes gracias a ese niño.

Automáticamente, aflora mi heridita de abandono y mi mente me dice que mejor la consuele, porque no vaya a ser que no le guste a mi hija lo que le estoy diciendo y deje de quererme. Estoy entre la voz de mi consciencia y la voz de mis miedos. Luego recuerdo que en terapia he hablado más de una vez sobre lo necesario que es permitirme ser elegido desde lo que puedo dar, no desde lo que el otro quisiera que le dé y ahí me planto. No puedo ser el papá que mi hija quiere en estos momentos; debo ser, más bien, el papá que ella necesita y el que verdaderamente soy.

La última semana todos hemos, de alguna u otra manera, estado involucrados en el partido Perú-Chile. Como suele ser, se calentaron los ánimos y se aderezó el ambiente con declaraciones, suposiciones e interpretaciones que iban y venían. Que el partido de la Guerra del Pacífico, que Fossati versus Gareca, que la hinchada peruana es la novia tóxica de Gareca, que Gareca nos conoce demasiado y, por ende, sabe dónde darnos, que el nono Fossati no tiene alineación, Chi chi chi Le le le en el mapa no se ve, que devuélveme mi pisco sour, que la piscola es mejor, etc., etc., etc.

Y, en medio de todo esto, entre lo que queríamos (que Perú gane o al menos empate) y lo que podía ocurrir objetivamente (que no ganáramos) a la luz de los partidos amistosos que nos dejaron mal parados, de pronto ocurrió esa cosa que se llama fútbol. Lo inexplicable, lo inentendible, lo que está en la esfera de la dimensión desconocida, lo que ponen las gallinas. Fuimos para ser trasquilados y salimos con algo de lana con un empate.

El partido lo vi con mis hijos en casa de mi cuñada. Pitazo final del encuentro y su esposo comienza a gritar “¡bien, carajo!”, “¡chilenos de mierda, les ganamos!”. Y, por si fuera poco, un rosario de insultos a Gareca y millones de odas a Fossati y los seleccionados. Luego prosiguió con chistes antichilenos y, para coronar su estupidez, dio pase a explicarnos por qué odiaba los vinos chilenos y ya no compra en Wong desde que es de Cencosud. Es decir, un mega-tetra-pelotudo a la vena. Mi cuñada en modo trágame tierra. Mari, mis hijos y yo, en modo con permisito dijo Monchito, ¡nos vamos!

Horas después aparece en redes un hermoso video en que vemos a nuestros futbolistas ir al encuentro de Gareca para darle un abrazo. ¿Y saben qué? Me encanta y me emociona, porque habla justamente de la calidad que podemos llegar a tener como seres humanos. Que lo cortés no quita lo valiente. Que la gratitud está por encima de las camisetas. Que el líder seguirá siéndolo siempre porque lo avala lo anclado en los muchachos y, finalmente, que tu rival no es tu enemigo.

Comparto el video de Gareca con mi hija mayor y me escribe este mensaje al WhatsApp: “Tal como me dijiste, papá, cuando tenía 9 años y competí en karate: que sea mi adversario no lo hace mi enemigo”.

Perú-Chile, resultado: ganamos los peruanos al entender que no hay traición alguna cuando la relación y el sentimiento entre humanos prevalecen. ¡Gracias, muchachos! Gracias, Gareca. No somos la hinchada peruana tu novia tóxica. Tú con lo tuyo, nosotros con lo nuestro.

P.d.: Ahora no la vayan a cagar con Canadá.

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