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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemonio

Ofreciendo un testimonio personal –a propósito de la reciente exposición "Proyecto Helga"– escribe hoy nuestro columnista invitado Horst Kaltenmeier, ciudadano alemán de ficción.

La mujer que me abraza en la foto no es mi madre aunque muchos vivieron creyendo que lo era. Comenzando por ella, creo. La mujer de absurda peluca que cierra los ojos mientras se aferra a mí como si yo fuese uno de esos rígidos muñecones de Telematch es Helga, la bondadosa, la abnegada, la enigmática tía Helga. La mujer camaleón. En cada nueva foto que se tomaba parecía una persona diferente. A veces, recatada, a veces, exhibicionista, pero –en el fondo– sosa, desangelada, siempre irremediablemente nerd. Mírennos ahí con ese airecillo de autosuficiencia, con esa pinta de sabelotodos. Valiente dúo de seres aburridos. Nuestra ropita parece confeccionada por el mismo modistón de barrio, hasta nuestros anteojos lucen tan parecidos. ¿Por qué estoy vestido de saco y corbata a los 12 ó 13 años? ¿Era un texto escolar ese libro que tiene en la tapa el reloj mundial de Alexanderplatz? ¿Qué extraño arreglo de flores blancas –con tierra y todo– es ese que tengo en la mano? Cuando me he fijado en la canastita de las limosnas que puede verse en la parte baja de la foto, en medio de ese ordinario empapelado, he pensado que podría tratarse de mi primera comunión y quizás hasta Helga fuera mi madrina pero ni siquiera de eso estoy seguro. Cada vez me cuesta más trabajo recordar. Puede que se trate de un mecanismo de defensa o de las travesuras de algún gen hereditario. Capítulos completos de mi vida se han borrado. Mi memoria es un libro al que, cada día, se le arrancan muchas páginas al azar. Un diario íntimo con demasiadas hojas en blanco. Un álbum viejo al que, con el tiempo, se le han ido cayendo las fotografías. Un álbum amarillento y extraviado como aquel en el que la pobre tía Helga documentaba obsesivamente los eventos estelares de nuestras insípidas vidas.

¿Quién fue Helga? Creo que yo soy el único que podría contarlo. Nadie más lo supo, en realidad. Nadie más la conoció tan de cerca como para tomarse la atribución de contar su historia. Las solteras de su edad, ustedes saben, son mujeres raras, sospechosas y todos en casa desconfiaban de que fuera siempre tan elusiva, tan solitaria, tan silenciosa. Nadie supo descifrar su doble vida. Helga era una niña grande que fumaba cigarrillos extralargos y le robaba el auto a sus vecinos del condominio para ir a correrlos a la autopista de alta velocidad. La única niña que me entendía, que –cuando se quedaba a cuidarme– se encerraba conmigo a jugar a los más fascinantes juegos. Creo que yo soy el único que podría contarlos. Me encantaría hacerlo pero ya los he olvidado. El único recuerdo que me queda de ellos es un remoto aroma a vetiver y bergamota. Lo que sí recuerdo –porque conservo los recortes de los diarios– es que la tía Helga ni siquiera se llamaba Helga. La estoy llamando así para que ustedes me entiendan, porque es el nombre que ustedes le han creado. En realidad, ella se llamaba Brunhild Schmitz. Murió el mismo día que mi madre y mis dos hermanos el 14 de agosto de 1972. El vuelo de Interflug Airliner en el que viajaban de Berlín a Postdam se incendió en el aire a causa de un corto circuito en el sistema de estabilización. El fuego devastó el fuselaje en cuestión de minutos, la cola entera se desprendió y el avión se precipitó a tierra en Königs Wusterausen, en el estado de Brandenburgo. La explosión fue pavorosa. Los 152 pasajeros murieron instantáneamente y sus restos calcinados fueron imposibles de identificar. Siendo yo el único que quedó con vida me hubiera correspondido hacerme cargo de los funerales pero ni siquiera sepultarlos fue posible. Todo lo que quedó de ellos fue una masa humeante, indiscriminada de cenizas. Algunos deudos que llegaron hasta el lugar las recogieron en sobres de papel a manera de consuelo. Sigo pensando que también debí haber muerto con ellos. El asma –que me obligó a perderme la excursión– me salvó la vida.

Ahora soy el último sobreviviente de los Kaltenmeier Schmitz y todo lo que recuerdo es lo que aquí he escrito. Nunca lo hubiera hecho si no fuera porque hoy, en el periódico mural del patio de la prisión de Preungesheim donde habito encontré un aviso con un encabezado que decía: Erkennst du jemand? Y, más abajo, se leía: Las personas que salen en esta foto deben tener muchísimos años más, hoy en día. La foto se encontró en Berlín y ahora queremos saber quiénes son. Necesitamos tu ayuda para difundirla hasta que alguien se reconozca o reconozca a alguno. Mi psicólogo –que habla un poco de español– me ha ayudado con la investigación en Internet y lo que ha descubierto me resulta profundamente indignante. Sucede que el álbum de fotos de la buena Brunhild –el único documento que queda del paso de mi querida familia sobre la tierra– ha sido objeto de un proyecto artístico en un museo del lejano Perú y nuestras fotos han sido entregadas a un grupo de creadores para que nos inventen una vida. ¡Cómo si nunca la hubiéramos tenido! Según lo poco que he podido entender, una viajera de ese país asegura haber comprado nuestras fotos al anticuario de un mercado callejero de Berlín. Sostiene que ella pagó por el álbum y que eso la convierte en su legítima propietaria. Pero eso no es verdad. El único dueño de esas memorias soy yo. Que lo sepa el Perú entero. Me declaro víctima de un vil robo. Porque Helga es mía. Su familia es la mía. Mía es la vida que cuentan esas fotografías. No importa si padezco de una amnesia galopante que muy pronto me convertirá en un cascarón vacío, en una crisálida sin larva, en un caparazón sin caracol. No es asunto de ustedes si ahora soy un despreciable predador sexual condenado a treinta años en una helada cárcel de Frankfurt. Soy un maldito ser humano y una vez tuve una vida. Esas fotos son la vida que he perdido y que sigo perdiendo cada día que pasa. Son mis únicos recuerdos. Los recuerdos que se me escurren entre los dedos como ceniza. Les suplico compasión: esas fotos son mi vida. Exijo que me la devuelvan.

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