La mujer del bikini invisible. (Perú21)
La mujer del bikini invisible. (Perú21)

Mi mujer y yo estábamos en la piscina techada del hotel Mandarin de Barcelona, jugando con nuestra hija, cuando los pocos bañistas allí presentes enmudecimos súbitamente. De pronto entró al área cálida de la piscina una mujer sola, espigada, de pelo negro, cubierta por un albornoz blanco, y caminó sin mirar a nadie, y nos dio la espalda, y se despojó lenta y calculadamente de la bata, exhibiendo, a sabiendas de su poderío, un cuerpo alucinante, de modelo. Contemplándola desde la piscina o las tumbonas, los hombres quedamos demudados. La mujer llevaba un traje de baño tan minúsculo que, en verdad, parecía desnuda. Dicha prenda diminuta ponía énfasis en mostrar unas nalgas harto plausibles. Babeando, con taquicardia, los hombres la miramos embelesados. Mi mujer, entretanto, la vigilaba con aire reprobatorio, diciendo que era una vulgaridad alardear así de un trasero.

Poco después, cuando la mujer se animó a entrar en la piscina, los hombres no vacilaron en meterse en las aguas climatizadas a toda prisa. De pronto ella nadaba y un puñado de hombres la devorábamos con la mirada, la celábamos, la seguíamos atenta y minuciosamente, la fisgoneábamos abriendo los ojos debajo del agua, la rodeábamos como pirañas a una presa, ávidas de hincarle los dientes afilados. Mi mujer salió de la piscina y, desde lejos, me sonreía condescendiente, como diciéndome ustedes, los hombres, son unos simios, unos chimpancés, todos iguales, tan básicos. Pero, a pesar de sus miradas, yo seguía vigilando a la mujer del bikini invisible, quien, por supuesto, nos ignoraba como una deidad ignora y hasta desprecia a sus adoradores. Luego la mujer sacó medio cuerpo de la piscina, se apoyó sobre el borde y dejó en exhibición, a la vista de nosotros, su trasero glorioso, una pequeña obra de arte, y ella lo sabía bien. A continuación, empezó a hacer unos ejercicios que consistían en mover hacia atrás y adelante sus nalgas, como poniéndolas en subasta. Los bañistas nos encontrábamos de pronto hipnotizados por los encantos de aquella mujer.

Cuando la mujer casi desnuda salió de la piscina y entró en la cámara de vapor, los hombres salimos más o menos apurados de las aguas salinas y entramos en el recinto vaporoso. Solo había cuatro camas de cerámica turquesa allí adentro, y ella ocupaba una, los ojos cerrados, el cuerpo en reposo. Como en el juego de sillas con música que se interrumpe en las fiestas infantiles, solo los más afortunados conseguimos echarnos en las camas quemantes, los otros tuvieron que salir ofuscados. El aire espeso y ardiente, el vapor que difuminaba los rostros y los cuerpos, la lujuria de los mirones desvergonzados, las respiraciones profundas y acezantes, todo aquello era un espectáculo decadente, patético, y, al mismo tiempo, humano, profunda y miserablemente humano: tres hombres sudando copiosamente, dejando el resto de sus vidas, mirando de soslayo, como antiguos piratas, el cuerpo de aquella mujer que había venido a turbarlo todo, a perturbarnos, a ponernos a competir a ver quién era suficientemente valiente para hablar con ella.

Al cabo de diez minutos, uno de los hombres desertó y se retiró. Yo decidí quedarme, transpirando como un animal en el desierto. Cuando el otro mirón salió, quedamos a solas, confundidos por el vapor, la mujer del bikini invisible y yo. Entonces me armé de valor y le pregunté en inglés de dónde era. Abrió los ojos, me miró con simpatía y respondió que era turca. Me dijo que vivía en Nueva York. Le pregunté en qué trabajaba. Me dijo que era modelo, aspirante a actriz. Le pregunté qué la traía a Barcelona. Me dijo que se había casado, estaba de luna de miel. Luego dijo que su esposo se hallaba en la habitación. Habían salido a cenar la noche anterior, la comida les había caído mal, su esposo se encontraba indispuesto, intoxicado, vomitando. Me preguntó qué hacía yo en Barcelona. Paseando, le dije. Luego, a punto de desmayarme, me puse de pie, sin saber que mi esposa estaba viéndome a través de los cristales, desde su silla reclinable, y pensé en darle un beso fugaz en la mejilla, si seré imprudente, y le dije que estaba alojado en la suite 616, a sus órdenes, para lo que pudiera necesitarme. Ella sonrió y me dijo que increíblemente estaba alojada en la 615, mismo piso, la puerta de al lado. Si a la noche no puedes dormir, me tocas la puerta, le dije, y ella sonrió. ¿De verdad estaba casada, de luna de miel? ¿En serio se habían intoxicado? ¿O era una refinada mujer de compañía que se ofrecía en la piscina del hotel? Luego, sin saber que mi esposa estaba viéndonos, me agaché y no le di un besito, pero acaricié su pie derecho, y le dije eres muy linda, ojalá volvamos a vernos.

Por suerte mi esposa no se molestó. Se reía de mí. Le conté que era una modelo turca en plena luna de miel. No me creyó. ¿Tenías que echarte a su lado?, me preguntó. ¿Tenías que hablarle? ¿Tenías que tocarle el pie, como un viejo mañoso? ¿No te das cuenta de que estás haciendo el ridículo? Perdóname, amor, le dije. Tenía una curiosidad literaria, quería saber quién era, qué hace sola y casi desnuda en esta piscina, dije. A lo mejor es una puta de lujo, añadí. Obviamente es una puta, sentenció mi mujer. Y ni siquiera es bonita, tiene cara de perro, añadió. Me reí. No tiene cara de perro, discrepé. Es linda, aunque no le vi mucho la cara, dije. No tienes que decírmelo, ya vi que le mirabas el poto, dijo mi mujer.

Nadie tocó la puerta de mi habitación aquella noche. Escribí una nota diciéndole a la turca, si de veras era turca, y sí parecía serlo, porque en los baños turcos se quedó media hora, tan fresca, que, si quería tomar una copa, me tocase la puerta, y luego deslicé la nota debajo de la puerta 615. Nunca apareció. Tal vez le molestó que le acariciara el pie antes de despedirme. Pero, en ese momento, cuando le toqué el pie, me sonrió mansa y dulcemente, mansa y diría que aprobatoriamente. En cualquier caso, no la extrañé, porque mi mujer y yo pasamos la noche amándonos, y a las seis de la mañana bajamos a desayunar, y a las siete subimos a la camioneta rumbo al aeropuerto, para tomar el vuelo de regreso a casa.

El incidente con la turca me hizo preguntarme, y preguntarle a mi mujer, si soy un hombre infiel. No lo sé. Desde que estoy con mi mujer, hace ya muchos años, nunca le he sido infiel. He deseado, sí, a otras personas, pero se lo he contado siempre, no se lo he ocultado, y esos deseos han sido sublimados, no se han materializado.

En estos últimos años han ocurrido tres apariciones místicas, sobrenaturales, que me han dejado bobo, tieso y transpirando: el modelo en Nueva York, que me despreció porque le parecí un gordito gagá; la bomba sexy que se ofreció a trabajar conmigo sin cobrar; y la esfinge turca de Barcelona, la mujer del bikini invisible. En los tres casos, mi mujer ha sido informada de todo, lo ha sabido todo y, al final, se ha reído de mis ridículos arrestos de cincuentón baboso que se niega a tirar la toalla.

Lo que me salva es ser un escritor: como lo escribo todo, lo cuento todo, especialmente lo que me ocurre en el ámbito más íntimo y personal, no sé ocultar nada, no soy bueno para esconderle a mi esposa todo lo que pasa por mi cabeza, incluso aquellas cosas que me dejan en situación bochornosa, desdorada. Vivir para contarlo, y contarlo para no ocultarlo, y no ocultarlo para ser leal a mi mujer y mis lectores, tal parece ser mi mantra.

TAGS RELACIONADOS