En su Mensaje a la Nación, el jefe de Estado anunció la propuesta del adelanto de elecciones anunciado en el Mensaje a la Nación. (Fotos: Anthony Niño De Guzmán)
En su Mensaje a la Nación, el jefe de Estado anunció la propuesta del adelanto de elecciones anunciado en el Mensaje a la Nación. (Fotos: Anthony Niño De Guzmán)

A Martín Vizcarra le encanta leer lo que los opinólogos elucubran sobre su personalidad. Eso cuenta Rafaella León en su nutrido libro Vizcarra. Retrato de un poder en Construcción (Debate, 2019) –elocuente relato, por los personajes del entorno vizcarrista mencionados, como por los ignorados-. Y en los últimos días, varios analistas le han dado en la yema del gusto al presidente, ensayando interpretaciones tras su sísmico anuncio de adelantar elecciones generales. Para algunos, ello ejemplifica el “desprendimiento de poder” de Vizcarra, mientras que para otros devela su “incapacidad para gobernar”. Alonso Cueto cree que estamos ante un “líder”; Aldo Mariátegui sostiene que es un “hombre gris” y “populachero extremo”.

Ser el recipiente del máximo poder político siempre es un hecho traumático, tanto para quien lo esperó toda su vida como para quien lo encontró por azar. El poder otorga iniciativa y potencia la voluntad individual (así como las virtudes y los defectos). Quien lo posee, puede creerse capaz de cualquier cosa. Muchos asumen que la concentración del poderío político solo tributa a permanecer en él, pero otra forma de acumular poder radica en restarle dominio al contrincante, al opositor, sobre todo si existen motivaciones personales más profundas.

En un país sin predictibilidad, el cálculo político se circunscribe a la planificación más inmediata; difícilmente se proyecta hacia el corto plazo del 2021 y mucho menos al mediano del 2026. En dicho contexto, quien tiene el poder lo ejerce ahora; no lo hace para perpetuarse, sino para debilitar a oponentes poderosos. En un contexto de crisis generalizada como el nuestro, esto último es el leitmotiv del presunto “autosacrificio” del presidente Vizcarra.

En su corta vida política en Lima, Vizcarra ha ido sumando desplantes y rencores. Rafaella León lo cuenta muy bien. Primero, en el entorno pepekausa que lo trató como una “cuota” en campaña; entre sus colegas ministros, que lo zarandeaban por no cuadrarse en el caso Chinchero; entre los congresistas fujimoristas que lo vapulearon, por el mismo tema, incluyendo una agobiante interpelación; entre quienes lo ungieron presidente para manipularle; y quienes solo vieron en él un “muchacho provinciano”.

Esta retahíla de desencuentros han alimentado la hipótesis del “resentimiento” en el presidente. Mas, esta lectura es –en el mejor de los casos- incompleta.

Vizcarra forma parte de una clase política provinciana que el establishment limeño ha calificado de “traidora”. Martín Vizcarra, Daniel Salaverry y César Villanueva –manteniendo estilos propios y distancias- han ocupado las máximas jerarquías del país, cuando antes reinaban en sus “parcelas provincianas”. Todos ellos carecen de partido y más que independientes, son solitarios. El aterrizaje en Lima, encima, potencia su soledad. Sin pasivos ni deudas políticas asumidas, la circunstancia extrema de sobrevivir es lo que les anima a “pechar”. Sin delfines ni herencias políticas que legar, desterrada la reelección inmediata y sin un mañana, el poder estriba en su mero ejercicio. El empoderamiento les permite la expansión de sus límites personales, mientras asfixian los de los otros. No existe la posibilidad ni el ánimo de acumulación bajo esta circunstancia y mucho menos, capacidad de desprendimiento en estos actores.

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