Todos mis novios, todos

“Hasta que una vez quise besarlo y me rechazó. Me sentí miserable. Me dijo que él no besaba hombres y yo no le gustaba".
“Invité a mi programa a un actor talentoso. Después de la entrevista, fuimos a mi apartamento. Se llamaba Diego”. (Getty)

Mi pasión por los hombres comenzó tarde. En el colegio no me enamoré de un compañero ni tuve fantasías con un amigo. Me gustaban las chicas. Me hacía pajas pensando en ellas. Pero el colegio era solo para hombres. Hubo un alumno que se ofreció a chupármela en el baño. Era gordito, tímido, afeminado. Me quedé helado. Le dije no, gracias.

Yo no sabía que podía enamorarme de un hombre. Pensaba que solo me gustaban las mujeres.

Hasta que conocí a Carlos en la universidad. Era más bien bajo, musculoso sin exagerar, guapo a sabiendas, pícaro y descarado. Tenía un gran cuerpo y le gustaba mostrarlo, insinuarlo. Era un seductor natural. No le interesaban las clases. Quería ir a la playa. Yo tenía un auto precioso, él no tenía carro. Le convenía ser mi amigo. Me reía mucho con sus bromas y su inteligencia maléfica, corrosiva. Nos íbamos a la playa. Yo manejaba a alta velocidad. Carlos elegía la música. Yo era feliz a su lado.

Carlos me inició en la marihuana y la cocaína. Su hermano mayor era oficial de la marina y le regalaba drogas. Carlos me enseñó a fumar marihuana. También me convenció para aspirar cocaína. En lugar de asistir a clases, íbamos a la playa, fumábamos marihuana y nos sentíamos libres, escandalosamente libres. 

Después de la playa, íbamos a su casa en los suburbios. Nos duchábamos juntos, me jabonaba la espalda, las nalgas. En esas duchas juntos, comencé a desearlo, a necesitarlo. Luego dormíamos la siesta. Su cuerpo cálido a mi lado era algo terriblemente perturbador. Carlos dormía y yo lo deseaba.
Hasta que una vez quise besarlo y me rechazó. Me sentí miserable. Me dijo que él no besaba hombres y yo no le gustaba. Nunca más traté de besarlo.
Sin embargo, seguía pidiéndome que fuésemos a la playa. Yo vivía en un hotel. A veces, después de la playa, íbamos al hotel a dormir la siesta. Una tarde me pidió que se la chupase. Y se la chupé. Y si bien me tenía prohibido besarlo en la boca, a veces me pedía que se la chupase. Nunca trató de metérmela. Nunca terminó a mi lado. Me pedía que se la chupase, luego se alejaba y se dormía. Era una relación extraña, enfermiza. Hasta que se hartó de mí, se enamoró de una chica y empezó a evitarme. Ya no íbamos a la playa, no venía al hotel. Yo lo veía con la chica y sufría. Fue una humillación. Una noche fui a su casa y le rogué que me dejase dormir a su lado. De madrugada quise chupársela y me echó de su cama, dándome un golpe. Fui a una farmacia, compré un frasco de pastillas, las tomé todas y esperé la muerte en un hotel.

Dejé de ir a la universidad, me dediqué a viajar, a ganar dinero en la televisión, a consumir marihuana y cocaína. Una noche fui a un bar y quedé fascinado con el cantante, Dylan, que se agitaba como Mick Jagger y usaba un pantalón de cuero ajustado. Era genial. Tenía un talento salvaje. Al final del concierto, le invité un trago. Nos metimos cocaína en el baño. Esa noche terminamos tirando en mi apartamento sin muebles, echados sobre la alfombra. Dylan se echó boca abajo, se bajó el pantalón, no llevaba calzoncillos, y me pidió que se la metiera. Yo nunca se la había metido a un hombre. Tiramos. Tiramos deliciosamente. Fue un momento luminoso.

Luego fuimos a comer algo. Amanecía. Me sentí increíblemente dichoso. Sentí que había descubierto algo valioso, un tesoro escondido en mí. Durante meses, no falté a sus conciertos. Después nos metíamos cocaína, íbamos a mi apartamento sin muebles y tirábamos sobre la alfombra, siempre él boca abajo. Me lo tiraba sin condón. Me importaba tres carajos contagiarme, si él tenía sida. No nos cuidábamos. No nos daba miedo el futuro. El futuro era salir al alba, con las primeras luces, a comer una hamburguesa. Dylan se enamoró de una chica, se cansó de mí y me dejó. Terminé destruido, duro por la coca y llorando por él.Tiempo después invité a mi programa a un actor talentoso. Después de la entrevista, fuimos a mi apartamento. Ya le había puesto una cama. Se llamaba Diego. Nos besamos. Fue el primer hombre que me besó en la boca, que me dejó besarlo con ardor. Le pedí que me hiciera el amor. Nunca me la habían metido. Quería probarlo. No hizo ascos a la invitación. Me tendió boca abajo, se desnudó, era muy bien dotado, y, sin ponerse un condón, me hizo el amor de una manera salvaje, bestial, animal. Al principio dolió, pero luego lo disfruté de una manera viciosa, inenarrable. Diego era un auténtico maestro en la cama. Nunca nadie me la había metido con la pasión, la virulencia y la destreza que exhibió aquella primera vez. Fue un momento extraordinario. Me sentí gay, indudablemente gay, totalmente gay. Sentí que Diego era el amante perfecto. Y lo fue durante meses. Lo amé sin reservas, para toda la vida. Pero él tenía novia, era famoso, las chicas que lo veían en las telenovelas lo amaban. Diego no estaba listo para salir del clóset y yo tampoco. Nos amábamos, pero todo era clandestino, oculto, prohibido. No tuvimos cojones para salir del armario, largarnos del país y ser felices. Por miedo a que nos descubriesen, aterrados por los chismes, nos separamos, dejamos de vernos y nuestra pasión se fue diluyendo por la peor de las razones: por miedo a que todos supiesen que éramos amantes, putos, muy putos.

Muchos años después, conocí a un periodista, Luis, y me enamoré de él. Era alto, tímido, delgado, bien dotado. Quería ser escritor. Lo perdía el mundo de la moda. Compraba mucha ropa. Yo era su primer novio. Luis era comedido en la cama. Me pedía que le metiera solo el dedito. Con los años fue ganando confianza y, de vez en cuando, se animaba a metérmela. Pero no era un gran amante. No era como Diego. Nunca me cogió con la ferocidad con que me cogía Diego. Ni me lo tiré tan rico como a Dylan.

El último novio que he tenido fue uno imaginario porque él no quiso ser mi novio. Se llamaba Francisco. Lo conocí en Nueva York. Era modelo. Fumamos marihuana. Lo deseé mal. Estaba con mi esposa. Fumamos los tres. Nos habló de los novios que había tenido: un millonario con casa en los Hamptons, un chico de Puerto Rico que se ponía panties negras para que él se lo tirase. Nos dijo que le gustaba ser activo, no pasivo. Nos dijo que le gustaba que sus amantes se pusieran panties negras. Esa noche, voladísimo, soñé cosas tremendas con él y se las conté a mi esposa. Me había enamorado. Fue un huracán que me arrastró brutalmente. Francisco me dio su email. Comencé a escribirle. Le dije que lo amaba, que lo deseaba, que me hacía pajas pensando en él, yo con panties negras. Le rogué que nos encontrásemos en Key West. Le dije que mi esposa lo sabía todo. Le prometí pagarle el viaje, y todo lo que me pidiera, a cambio de que fuese mi amante. Me sentí una puta. Pero lo amaba, quería tirar con él. Francisco me decía que me veía como un amigo, que no se imaginaba tirando conmigo. Me destrozaba el ego. Pero yo insistía. Hasta que una noche llegué del programa y mi esposa me enseñó lo que Francisco había escrito en Facebook: “La Gorda Baylys me gilea y se me regala. Stay tuned!”. Nunca más le escribí ni me hice una paja pensando en él. No llegué a ordenar las panties negras por Amazon. Me puse a dieta, pero fue en vano.

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