(Getty)
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Mi primera novia se llamaba Adriana. Era seria, circunspecta, intelectual. Amaba la música. Adoraba a Genesis, a Peter Gabriel, a Phil Collins. Se sabía todas las canciones de Phil Collins. Vivía en un caserón con sus padres. El tercer piso era un ambiente lleno de discos y libros. Allí nos echábamos en la alfombra a oír las canciones que le gustaban. Allí nos besamos, nos apretamos, nos friccionamos. Pero nunca nos desnudamos. Solo nos besamos. No le vi siquiera los pechos. Ella no me bajó el pantalón ni yo tuve el valor de hacerlo. Nos besábamos con ardor, pero no sé si terminábamos debajo del pantalón. Era un amor casto, virginal. Yo había fracasado con una prostituta y tenía pavor al sexo. Sentía que, si lo intentaba, volvería a fracasar.

Hasta que me enamoré de Daniela. Era bellísima, encantadora, descollante en la universidad. Vivía con su madre en los suburbios. Manejaba un carrito amarillo. Amaba el rock argentino. Se sabía todas las canciones de Charly García en Sui Generis y Serú Girán. Me inició en el sexo luminoso, feliz. Fue la primera mujer que me hizo el amor. Vivíamos aterrados de que quedase embarazada. No sabíamos cuidarnos. Yo era tan bobo que no sabía tirar con condón. Me ponía un condón y de pronto era un flan, una gelatina. Ella no tomaba pastillas anticonceptivas. Nos amábamos fumando marihuana, escuchando rock argentino, tirando en hoteles de Miraflores. Yo estaba enamorado como un perro, hasta los huesos. La convencía cada tanto de viajar conmigo. Viajamos a Nueva York, a Santo Domingo, a Miami, a San Juan. Daniela le tenía pánico al sida. En esos años no se sabía cómo se contagiaba. Tenía pavor a sentarse en el inodoro de un hotel en Puerto Rico, pensaba que podían contagiarla. Se fue a estudiar una maestría en Austin y me dejó para siempre. Fui a visitarla, todavía enamorado de ella, pero ya tenía un novio tejano. Quedé fuera de juego, malherido. El resto de mi vida seguí soñando con ella.

En mi época de cocainómano, tuve dos novias a escondidas: Milagros, la hermana de Carlitos, un amigo argentino, y Stephanie, la hermana de un amigo rockero que se parecía a Mick Jagger y usaba pantalones ajustados de cuero rojo. Con Milagros hacíamos cosas indebidas y deliciosas cuando me quedaba a dormir en casa de Carlitos. Estando él dormido, me metía en el cuarto de su hermana menor y ella, rubia, preciosa, deliciosa, estaba siempre dispuesta, esperándome. Todo era escondido, furtivo, y por eso mismo tan placentero. Con Stephanie fue muy intenso porque yo me había enamorado de su hermano y le había hecho el amor, fue el primer hombre al que le hice el amor, si se entiende. Y luego me enamoré también de ella y terminamos tirando en un apartamento de Miraflores que nunca llegué a amoblar, ni siquiera con una cama, así que tirábamos sobre la alfombra. Como ella era instructora de aeróbicos y tenía un cuerpo deslumbrante, nuestras sesiones eróticas me dejaban exhausto y a veces con la sensación de quedarle debiendo.

Estando en Madrid, me enamoré de una escritora, Gina, que vivía en un piso lindo frente al Retiro y era amante de la ópera, tanto que, cuando nos acostábamos, ponía grandes clásicos de la ópera y subía el volumen para que los vecinos no nos escuchasen. Era una escritora sensible, refinada, poética. Todo en ella era arte puro. Amaba el cine. Nos metíamos a ver funciones de trasnoche en los cines de la plaza de España.

Sandra fue una pasión que duró muchos años. Había vivido un tiempo largo en París, había tenido novio francés que quiso suicidarse cuando ella lo dejó, me enseñaba a hablar en francés, me escribía cartas manuscritas en francés y en inglés, se había inventado un nombre francés y otro inglés, de manera que yo estaba con Sandra y dos mujeres más, y a todas las amaba con desmesura, aunque también con culpa, porque yo quería estar con ella y solo con ella, sin necesitar cada tanto el cuerpo de un hombre, y no podía, trataba pero no podía. Sandra era exquisita, delicada, entregada a las ceremonias del erotismo como buena francesa o casi francesa. Hacíamos el amor y era tan intenso que llorábamos. Hicimos el amor de madrugada al mismo tiempo que un huracán rompía las ventanas del apartamento en Miami y entraba a revolverlo todo, incluyendo nuestra pasión insana. Estuvimos juntos tres años en Washington. No éramos pobres, tampoco nos sobraba la plata. La luna de miel fue en París. No dormíamos, o dormíamos poco. Era una gran pasión. La conocí en una discoteca y ya no pude alejarme de ella. Fue un amor volcánico, salvaje, suicida, siempre al borde del abismo. Tirábamos llorando y luego llorábamos porque habíamos tirado y no podíamos dejar de hacerlo. Era una compulsión, una forma de locura. Duró lo que tuvo que durar: ocho años de montaña rusa. Tuvimos dos hijas. Nos amamos. Nos odiamos. Fui suyo, todo suyo. Pero todo se terminó un verano, cuando cumplí treinta y cinco años. Estábamos haciendo el amor y ella, pasada de copas, se quedó dormida. Fue terrible, tremendo, verla roncar a mi lado, hastiada de mi cuerpo. En ese momento se terminó todo.

Como mis libros tenían cierto éxito, yo viajaba mucho. En uno de esos viajes, en Santiago de Chile, conocí a María Gracia, que me había leído con devoción, y me enamoré perdidamente de ella. Mari estaba casada, tenía dos hijos. Yo ya estaba divorciado. Nuestro amor era clandestino, su esposo no debía enterarse. Ella le decía a su esposo que yo era su amigo gay. Su esposo nos dejaba viajar juntos, confiaba en mí. Yo me volvía muy afeminado cuando estábamos los tres, para que él me viese muy gay. Mari y yo viajábamos a Buenos Aires, teníamos pasión por esa ciudad. Recién se ponía de moda Puerto Madero. Mari era una artista de gran talento. Tomaba fotos preciosas, increíbles. Se tomaba fotos sin ropa, desnuda, una belleza, también una provocación, un escándalo, porque no tenía miedo de exhibirlas. Me tomó fotos desnudo, por allí las tengo. Fuimos amantes apasionados, novios furtivos. Nos dimos un susto, pensamos que había quedado embarazada. En la cama era simplemente perfecta, insuperable. Nos unía la bisexualidad más traviesa y aventurera. Compartíamos nuestros secretos. Era mi amante y mi novia, pero también mi amiga y mi hermana. Era, sobre todo, mi hermana, mi hermana incestuosa.

Después vino la fase argentina. Tuve novio argentino ocho años. A escondidas, me permití dos amantes: Andrea, la librera, la escritora, que se hizo un tatuaje con mi nombre, seguro que ya se lo habrá borrado, y Paola, la ninfómana, que me quería tanto que viajaba a Lima a encontrarme de paso y tener sexo conmigo en hoteles de tres estrellas de Miraflores. ¡Cómo tiraba esa mina, era un prodigio! ¡Y siempre quería un polvo más, era insaciable! ¡Me dejaba exprimido, arrugado, como una pasa de uva! ¡Era una maestra! Andrea, en cambio, era una amante melancólica, intelectual. Amaba a Bolaño. Me había leído todo. Tenía una perra. Era hija de un matemático. Era muy talentosa para procurarme sexo oral, parecía que había nacido para eso.

Hasta que conocí a Silvia hace más de diez años y me enamoré de ella como un adolescente alocado. Nunca le he sido infiel. No tiene mérito. En verdad la amo tanto, y es tan deliciosa e impredecible como amante, la mejor de todas, que no me cuesta trabajo serle fiel y estar solo con ella. Pero ciertas noches, profundamente dormido, cuando vuelven los sueños recurrentes, me reúno con Daniela, con Sandra, con María Gracia, con Paola, la ninfómana que tiraba sonriendo, y siento que las amaré a todas hasta el fin de los tiempos.

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