Congreso de la República. (Foto: Anthony Niño de Guzmán / GEC)
Congreso de la República. (Foto: Anthony Niño de Guzmán / GEC)

Es trágico que el psicosocial contra el Acuerdo de Escazú haya calado tan agresivamente, con la consecuencia de que la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso se dispone a votar hoy contra su aprobación.

Los legisladores se han comprado el discurso neonacionalista de que con Escazú se pierde soberanía y se han creído el rollo neomercantilista de que cualquier intento de regular nuestra relación con el medio ambiente es una traba para el desarrollo. En vez de escuchar las opiniones a favor del Acuerdo que han dado al menos seis ministerios, el Poder Judicial y la Defensoría, han hecho suya la opinión en contra de los gremios empresariales. Se han creído la infinidad de mentiras y medias verdades.

Ese discurso nacionalista y mercantilista nos aleja de la comunidad internacional y nos vuelve menos competitivos, a pesar de lo que repitan sus promotores. Por eso los fanáticos y convertidos, que nunca están dispuestos a dudar, son tan peligrosos. El Acuerdo de Escazú es justamente un instrumento a favor de esa anhelada competitividad porque establece criterios comunes, reglas claras y predictibilidad para las inversiones.

Es totalmente posible tener inversiones mineras, pesqueras, petroleras, gasíferas o madereras sin devastar a quienes viven cerca. Ese es el desarrollo moderno y justo al que debemos apuntar, lo que incluye proteger a los defensores del medio ambiente, quienes todos los años caen asesinados por mafias vinculadas a las actividades ilegales que depredan zonas reservadas y espacios naturales. Justamente de eso se trata el Acuerdo de Escazú.

El rechazo al Acuerdo de Escazú es especialmente gráfico de la miopía de nuestras élites económicas y políticas, adversas a los cambios que posibiliten que el desarrollo del país llegue sin que sea necesario aplastar derechos, recortar expectativas de vida y depredar sin criterio. Seguimos estancados en los noventa.

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