(Foto: AFP)
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Veo con preocupación cómo, mientras un ejército de científicos y voluntarios hacen lo imposible para encontrar una vacuna que frente al COVID-19, el movimiento contra las vacunas crece con los días. En Perú es cada vez más evidente: gente que sigue viva y sana gracias a las vacunas que recibieron de niños ahora se oponen a casi cualquier inyección.

Por eso, la Organización Mundial de la Salud ha colocado a los movimientos antivacunas como uno de los diez mayores riesgos para la salud mundial, porque amenazan con revertir los progresos en la inmunización colectiva contra enfermedades como la viruela, rubéola, poliomielitis, difteria y sarampión. Ahora también amenazan con hacer más difícil la inmunización contra el COVID.

Hay quienes tienen preguntas legítimas sobre la futura vacuna por lo rápido que viene siendo el proceso, pero otros rechazan de plano una vacuna que no existe y han iniciado una campaña de miedo y desinformación sobre posibles efectos secundarios de un producto que no está listo. Primero que se termine de probar, ¿no?

El gobierno no podría obligar a nadie a colocarse una vacuna. Si alguien no se quiere vacunar, está en todo su derecho de no hacerlo, pero no colocársela es una decisión individual que amenaza la salud colectiva, así que, quien no se la ponga, podría quedar excluido de los trabajos presenciales, espacios cerrados o destinos turísticos. El riesgo que asume cada uno individualmente no tiene por qué alcanzar a los demás.

Uno puede ser crítico de los laboratorios y sus incentivos económicos que hacen inaccesibles medicamentos esenciales, pero eso es muy distinto a construir teorías conspirativas que dificulten sortear una pandemia que ha cobrado la vida de miles de compatriotas. Sobre todo, cuando hay muchas personas que sí deben vacunarse para seguir con sus vidas. Ante esto, la mejor respuesta es información, información y más información.

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