Mica y Túpac
Mica y Túpac

¿Recuerda Sinamos? Fue una entidad poderosa y omnipresente creada en 1971 por la dictadura de Velasco Alvarado. Su nombre completo era “Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social”. Su objeto era “estimular la intervención del pueblo peruano, a través de organizaciones autónomas” para crear “una democracia social de participación plena”. Era el espolón de proa usado por la dictadura para captar apoyo popular a la autodenominada revolución.

Su símbolo era el rostro de Túpac Amaru, dibujado con un contraste de colores negro y blanco. Vestía una especie de sombrero de cuáquero estilizado. El revolucionario indígena que empujó la revuelta más importante antes de nuestra independencia, dejó de ser un simple personaje histórico para convertirse en el símbolo de una revolución militar.

La mitología velasquistas mostró un Túpac imponente, orientado a buscar el bienestar de su pueblo. Enfrentó la dominación española con valor y determinación inquebrantables a pesar de la superioridad de su rival. Su gesta lo condujo a soportar estoicamente el ser descuartizado y ser testigo de la ejecución de su familia, incluida la de su esposa, Micaela Bastidas.

Con los años y la lejanía de la educación de adoctrinamiento del gobierno militar, llamó mi atención cómo un revolucionario que se levantó contra un poder dictatorial terminó siendo el símbolo de otra dictadura.

Hace un par de días asistí a Tinta, la obra de teatro dirigida por Malcolm Malca y producida por la Facultad de Derecho de la Universidad Católica. Relata precisamente la historia de Micaela y Túpac. El orden en que los menciono no es casual.

El Túpac de la obra es muy distinto al personaje del velasquismo. Si bien la obra es ficción, se basa en investigación histórica. Lo primero que llama la atención es el rol protagónico, incluso por encima del de su esposo, de Micaela Bastidas, relegada por la historia a ser la esposa del héroe y no la fuente medular de liderazgo de la revolución. Pero en una sociedad machista no es de extrañar que los militares escogieran una figura masculina como símbolo de su proceso revolucionario.

Lo segundo es la humanización del Túpac Amaru mitológico. Lejos de mostrarnos una gesta simplemente heroica (a pesar de que tuvo muchos héroes), nos muestra la ambigüedad esencial del ser humano. Las virtudes son lastradas por los defectos. No aparecen claras las motivaciones de los revolucionarios, posiblemente porque dicha claridad no existió: ¿era un problema económico de defensa de los privilegios de un grupo de la nobleza indígena, un acto de liberación o, simplemente, la expresión del afán político de los líderes revolucionarios de tomar el poder? Contra la creencia popular, los propios nobles indígenas tienen un rol central en la derrota de Túpac Amaru y Micaela Bastidas.

Tinta es un excelente ejemplo de lo que somos los peruanos: confusos en nuestras intenciones y ambiguos en nuestros proyectos, en un ambiente en donde el peor enemigo de un peruano es otro peruano.

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