notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,La columna de Bayly

Una pareja de esposos se separa. Llevan casados varios años, han tenido un hijo, la separación resulta un trance muy doloroso. Se quieren, se han acostumbrado a vivir juntos, a complacer a su hijo. Como no son ricos, no pelean por el dinero, no hay nada sobre qué pelearse. Ella se queda con el niño, él no disputa la custodia y se va a otro país. ¿Por qué se han separado? Porque él no era feliz con esa familia a la que tanto ama. Ama a su esposa y su hijo pero no ha podido ser feliz con ellos porque cree que será feliz enamorándose de un hombre. Esa ficción destruye su matrimonio, lo aleja de su familia. Al menos le queda el consuelo de que no ha sido deshonesto con su esposa.

Pasan los años. Ella y su hijo viven en una casa en el campo. La propiedad no está a nombre de ella, es de su padre, que vive en una casa vecina. Ella no está cómoda en esa casa porque no es suya legalmente. Quiere comprarla, le hace una oferta, pero su padre se niega a venderla y pide que se queden viviendo allí sin preocuparse de formalismos legales: esa casa es tu casa, hija. Entretanto, él vive en el extranjero, en casas alquiladas. No sabe ahorrar ni comprar propiedades. Gana mucho dinero y lo gasta todo. Viaja todos los meses a visitar a su hijo y su ex esposa. Se aloja en hoteles. Tanto gasta en hoteles que su ex esposa lo convence de comprar un departamento cerca de su casa de campo. Compra el departamento en construcción. Lo estafan. No le queda más remedio que seguir quedándose en hoteles.

Tal vez porque se quieren y respetan y no desean lastimarse más de lo que ya se han lastimado, no se cuentan sus intimidades sentimentales. Han pasado los años y cada uno ha tenido su cuota de aventuras pero no es un tema del cual pueden hablar sin angustiarse. Ella sabe que él se ha enamorado de un chileno tan joven que casi podría ser su hijo. Él sabe que ella ha tenido varios novios, todos muy discretos, ninguno oficial, ninguno tan oficial como para irse a vivir con él o invitarlo a vivir con ella en la casa de campo. Ella tiene éxito como decoradora; él, como actor. No son millonarios pero viven bien. Ella quisiera irse de la casa de campo de su padre y comprarse una casa, pero no le alcanza la plata y no consigue un préstamo del banco. Él quisiera vivir en una casa propia y dejar de mudarse cada dos o tres años, pero no quiere endeudarse con el banco y en cierto modo le gusta la libertad de alquilar.

En general, cumplen cabalmente sus tareas familiares, aunque ella es más responsable y dedicada y él, un poco ausente. Pero el niño crece con la certeza del amor que le tienen sus padres, es algo que no se pone en duda y se respira en esa familia disfuncional: el padre aparece cada cierto tiempo y trae regalos y lo lleva de viaje, la madre es abnegada y dedica sus mejores energías al bienestar de su hijo. El padre paga las cuentas y no se queja porque siente que la felicidad de ser padre es incalculable, no puede devolverse con dinero.Faltando pocos años para que su hijo cumpla la mayoría de edad, él hereda una pequeña fortuna de su madre, que fallece y le deja varios millones. De pronto un hombre rico, compra una casa en el país extranjero del que ya se ha hecho ciudadano. Enterada de esa súbita prosperidad, la ex esposa le pide que compre una propiedad para que ella y su hijo se muden de la casa de campo y puedan vivir en un lugar que sientan que es auténticamente suyo. Él no lo duda: tiene el dinero y quiere a su ex esposa y su hijo y por eso compra el departamento que ella elije y le dice que es un regalo, es de ella, es una manera de agradecerle insuficientemente por la felicidad que le ha dado haciéndolo padre. Ella se muda con su hijo. Pero él, taimado, deshonrando su promesa, inscribe el departamento a su nombre y no al de ella. Piensa: es para mi hijo, no para ella, no vaya a ser que luego se case y no firme separación de bienes y al final se divorcie y el galán se quede con el departamento que he comprado. Por eso le parece prudente dejarlo a su nombre, aunque nadie duda de que, sentimentalmente, es la casa de ella, la ex esposa, que ahora se encuentra en una situación parecida a la que tenía que soportar en la casa de campo de su padre: es un lugar muy bonito y en teoría es de ella pero en la práctica no es de ella y eso le provoca cierto sobresalto. Haciendo alarde de la riqueza que ha heredado, él compra otro departamento en el mismo edificio y se muda allí. Ella, la ex esposa, decora todo con buen gusto. Por fin la familia disfuncional se ha reunido más o menos cómodamente en un mismo edificio. Todo está bien. Pasan las fiestas de fin de año, no podrían ser más felices. Ella es una mujer atractiva pero su vida sentimental es un misterio, no lleva nunca a sus novios a la casa, quizá para proteger a su hijo o cuidar su reputación. Él se ha aburrido del chileno y decidido que quiere vivir solo y olvidarse por completo de los problemas de tener una pareja. Ya probó esto y lo otro y ahora lo que le apetece es estar solo y que no lo molesten con majaderías amorosas.

Hay un acuerdo tácito: ella es libre de llevar a su casa (que no está a su nombre) a quien quiera, por eso es su casa (al menos sentimentalmente), y él es libre de llevar a su casa a quien quiera. El problema es que ambas casas están en el mismo edificio y todos se enteran de todo. En teoría, el acuerdo debía funcionar razonablemente entre dos adultos divorciados hace años. Pero, en la práctica, comienza a resquebrajarse cuando él se enamora de una chica tan joven que podría ser su hija y la ex esposa protesta y dice que la chica no puede entrar a ese edificio porque "es un hogar familiar". Pero tú no tienes que verla, va a dormir en mi casa, no en tu casa, alega él. No puedes hacerle eso a nuestro hijo, dice ella. Muy bien, así será, se resigna él, y le dice a su chica que no puede estar en el departamento de él, es mejor estar en casa de ella. Todo sea por la armonía familiar, piensa, y disfruta de la compañía de su hijo todas las tardes después del colegio, sin tener que tomar un avión para verlo.Hasta que ella, la chica, queda embarazada. Entonces la precaria armonía se destruye. La ex esposa reclama, furiosa: ¿no es que eras gay y nos divorciamos por eso? ¿No te habías hartado de la vida en pareja y las majaderías amorosas del chileno? ¿No habíamos hecho un pacto de honor según el cual si querías tener un hijo sería conmigo? Él no tiene argumentos, no puede defenderse: es el amor, así pasa, es una vida nueva, hay que celebrarla. Celebrarla, ¡los cojones!, dice ella. ¡Has dejado embarazada a una perra chusca! ¡Y ni siquiera creo que tú seas el padre! En medio de tanta tensión, la ex esposa reclama lo que cree que es justo: ¡quiero que pongas los departamentos a nombre mío y de nuestro hijo! Ofuscado, él dice: ¡No, él todavía es menor de edad, no hagas que me herede en vida, todavía no he muerto! No se ponen de acuerdo. Llueven insultos y reproches, el aire se envenena, él hace maletas y se va con su chica a un país extranjero, a la casa que compró con el dinero de su madre.

Lo razonable, lo juicioso, lo noble, sería que él cediera los departamentos a su ex esposa y retirase sus cosas de allí. Debes hablar con tu abogado y regalarle los departamentos a ella y perder ese dinero en aras de la armonía familiar, se convence a sí mismo. El abogado, sin embargo, le informa de que el traspaso formal de las propiedades costará sesenta mil dólares. ¡Sesenta mil dólares los cojones, no traspaso nada!, se enfurece él. ¡Todavía no me he muerto, así que nadie me hereda nada, carajo!, grita, agitado. Luego tira el teléfono, baja a la cocina, toma dos cápsulas para mejorar su rendimiento sexual, sube a su habitación y se enzarza en una apasionada refriega amorosa con su chica, tanto que de pronto le da un vahído, se queda sin aire y siente que es el final. Por no quedarse tranquilo en el edificio donde vivía con su familia disfuncional y aferrarse con mezquindad a unas propiedades y querer darse aires de joven cuando ya es un cincuentón, pierde la vida sobre el cuerpo de la chica que ama. Lo último que piensa, mientras trata en vano de encontrar el aire que se le escapa, es: no he dejado testamento.