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Un mensaje de texto

Yo soy el tuyo y tú eres el mío. En mis clases de economía política de Estudios Generales aprendí que el “costo de oportunidad” es aquello que dejas de lado para optar por otra cosa. El melón que no te compras para poder comprarte una chirimoya. Tomar un camino significa renunciar al beneficio que ofrece el camino descartado, por ejemplo: la libertad que pierdes para vivir en perenne compañía. El valor que sacrificas al elegir una alternativa A, soslayando el plan B. El precio de haber tomado una decisión y no otra. Por eso digo que yo soy tu costo de oportunidad. No estoy tan seguro de que tú también seas el mío.

Fecha Actualización
Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

Me gustaba más cuando, de buenas a primeras, mandábamos todo al carajo y tomábamos un taxi al Jorge Chávez a la menor contrariedad. Las responsabilidades, los jefes, las familias, las deudas, la leche o la pensión, la gripe aviar o la porcina, todo al carajo. Llegábamos al mostrador de la aerolínea con lo que llevábamos puesto y comprábamos dos tickets con rumbo a cualquier lugar, qué importaba, a cualquier destino para el que hubiera asiento disponible. Nunca viajé tanto como contigo, nunca sentí esa urgencia de tener siempre saldo suficiente en la tarjeta, el tanque de gasolina y el de oxígeno siempre llenos, las visas vigentes, múltiples e indefinidas para todos los países que cupieran en los planes. Nunca leí tanto como en tus días, nunca escribí tanto. Leíamos los mismos libros al mismo tiempo, recitándolos, subrayándolos, compartiéndolos o arranchándonoslos como animales hambrientos. Rapeábamos, sentados frente al fuego, las letras de los cánticos de misa como si fueran un conjuro demoníaco: tú has venido a la orilla /_no has buscado ni a sabios ni a ricos_ / tan solo quieres que yo te siga. O también, por qué no, las de los valses criollos, a grito pelado: para que sepan todos / que tú me perteneces / con sangre de mis venas /_te marcaré la frente_. Nunca bailé tanto, canción tras canción tras canción, como un aborigen enloquecido, empañando todos los espejos, tropezando con todo y con todos, aullando, gruñendo, maullando, ronroneando, bañado en sudor propio y ajeno. Canción tras canción tras canción. Nunca me reí tanto como contigo, conchetumadre. Las cojudeces más pequeñas desencadenaban las más grandes carcajadas. Y ni siquiera fumábamos. Vivíamos a grandes sorbos, como quien se come un helado que se derrite en el verano, como si alguien nos estuviera persiguiendo, como si la batería se nos fuera a terminar, con una desesperación lujuriosa y vulgar, con la intensidad de dos enfermos terminales. Nunca he vivido tanto y nunca he escrito tanto, en consecuencia. He escrito sobre desastres naturales y tragedias íntimas, sobre epidemias, fiebres y modas, sobre estados de ánimo y fraudes electorales. Sobre parientes muy cercanos y civilizaciones muy lejanas. Sobre congresistas y descuartizadores, fletes, poetas y copetineras, Pero sobre nadie he escrito más que sobre ti.

Me gustaba más cuando hablábamos hasta quedarnos dormidos. Cuando la última conversación del día ingresaba en esa fase morosa en que las frases soñolientas comienzan a hacerse balbuceantes, esporádicas, absurdas. Esa dulce modorra en la que, a una pregunta cualquiera –¿_ya te dormiste_?– sigue el silencio y después, el sereno, monótono ritmo de tu respiración y luego, de pronto, alguna oración sobresaltada e idiota –¡_El barco se va sin nosotros_!– procedente de la ignota región de lo no soñado, de aquello que estábamos a punto de soñar. ¿Estaremos aún a tiempo de sentarnos a elaborar un detallado inventario de sueños pendientes? Cambiaría un año entero de madurez profesional por una sola de esas noches frías en que nos acurrucábamos como dos vagabundos a la intemperie, nos estrechábamos tanto que hasta los brazos se dormían de tanto abrazar, hasta que todo se dormía. Too late, baby. El barco se fue sin nosotros. Guarecido debajo de ti he dormido la mayor cantidad de noches de mi vida, mi traicionera aritmética esta vez no falla: sobre nadie he soñado más que sobre ti.

Me gustaba más cuando yo vivía tan lejos y tú me extrañabas y llamabas de larga distancia todas las noches. No sé si te gastabas el sueldo en tarjetas telefónicas o si me marcabas de memoria mi número interminable desde la perfecta intimidad de un locutorio, desde tu hermética cabina de acrílico y triplay. Era como si la distancia desdibujara mi identidad, mis facciones, mi ansiedad, mi olor, mi sexo para que –imaginariamente en mis brazos– pudieras sentirte perfectamente a salvo. Si vivía alguna aventura en un vagón del subway era solo para poder contártela más tarde. Si veía alguna película en el cine era solo para conminarte, entusiasmado, a que la vieras. Si, por la tarde, tomaba un café era, en realidad, para poder detallarte si había sido, grande o venti, latte, frappé o caramel macciato. La imposibilidad de verse era la manera ideal de estar tan cerca. Hablarte al oído por horas y horas se convertía entonces en una necesidad biológica, glandular, cardíaca, visceral. Vivir esperando la hora de emocionarnos como niños desglosando las escenas del guión del film que escribiríamos juntos mañana, discutiendo los diálogos, el casting, los movimientos de cámara, el soundtrack ideal, el afiche de la ópera prima, de la obra maestra, de la opus magna que nunca filmaremos. Una sensible pérdida para el arte, ciertamente, porque junto a nadie voy a brillar más que junto a ti.

Lástima que esta idea no se me ocurriera antes: me hubiera gustado morirme confiado en que, a la mañana siguiente, resucitaría en esa espléndida alegría que irradiabas en mis días. En aquellos días –ya remotos y extintos– en que toda la pasión, el amor, los sueños, la risa, la rabia y la melancolía no se habían reducido aún a escribirnos un maldito mensaje de texto al celular, una vez a la semana.