Ricardo Gareca, extécnico de la Selección Peruana, nos dejó una reflexión que, más allá de la admiración, señala una cruda verdad: “El futbolista peruano es muy fuerte, pues resiste condiciones extremas de la mejor manera”. Este comentario no solo pone de manifiesto la resistencia de los jugadores peruanos, sino también las precarias circunstancias que han marcado su desarrollo. Es imposible no plantearse la pregunta que se impone por su propia lógica: ¿por qué, a pesar de tanto talento y sacrificio, seguimos permitiendo que el fútbol formativo en Perú se fragmente en un entorno tan limitado?
Los clubes peruanos se enfrentan a una crisis estructural profunda: la carencia de infraestructura adecuada para la formación de sus futbolistas. Las canchas, en su mayoría, están deterioradas, los entrenamientos se llevan a cabo en espacios insuficientes y de escasa calidad. Algunos vestuarios, incluso de la primera división, carecen de lo más elemental, como agua caliente, cuando los partidos se disputan a casi tres mil metros de altura en pleno invierno. Estas condiciones no solo menoscaban la comodidad de los jugadores, sino que afectan directamente su rendimiento y bienestar físico, aspectos fundamentales para el progreso de cualquier deportista profesional.
A pesar de las adversidades, el talento y la capacidad de resiliencia del futbolista peruano siguen siendo innegables. Es asombroso cómo, con tan pocos recursos, nuestros jugadores logran mantenerse competitivos. Sin embargo, este hecho, lejos de ser un motivo de orgullo, debería ser un llamado a la reflexión. El fútbol no debe basarse en la resistencia a la adversidad, sino en la oportunidad de crecer en un ambiente propicio para su desarrollo.
La interrogante que surge es sencilla, pero de vital urgencia: ¿por qué no mejoramos la infraestructura para dotar a nuestros futbolistas de mejores herramientas? La respuesta parece obvia: la falta de inversión. A excepción de unos pocos clubes, la mayoría de las academias y equipos profesionales invierten muy poco, o nada, en los recursos imprescindibles para el crecimiento de sus jugadores. Esta omisión no solo limita su progreso, sino que también pone en peligro la competitividad del fútbol peruano en su conjunto.
Recientemente, una madre me confesó que su hijo, recién llegado a las divisiones formativas de un club profesional, estaba deslumbrado porque, por fin, usaría un vestuario similar al de los equipos de la élite. Lo que debería ser una condición estándar y natural en la formación de futbolistas se convierte en un lujo y un privilegio para quienes logran ingresar a los mejores clubes del país. Este detalle, aunque aparentemente trivial, desvela un problema mucho más profundo: las expectativas y el nivel con que se forman nuestros futbolistas. Si las condiciones básicas de su formación no son adecuadas, ¿cómo podemos esperar que se desarrollen al máximo de su potencial?
El futuro del fútbol peruano depende de cómo atendamos sus cimientos: invirtiendo en el fútbol de menores. La verdadera pregunta es si estamos preparados para comprometernos con los recursos necesarios para transformar esta realidad. La infraestructura no es un lujo; es una necesidad urgente. Y, hasta que no comprendamos esto, el desarrollo del fútbol peruano seguirá siendo una promesa no cumplida.