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“¿Sabes?, mis padres se han separado”. Mi paciente lo dijo como quien no quiere la cosa. Le pregunté qué sentía. Nada en especial, dijo. Sus amigos le comentan que cuando los padres se divorcian, uno lo pasa mejor. Ya no ves peleas que parecen no acabar y sobre las que no tienes influencia. Otras razones me parecieron algo más cínicas, aunque alguien podría llamarlas realistas. Más permisos, ambientes distintos; menos aburrimiento y dos fuentes de cariño que compiten. Cuando se ve al papá, que es el que generalmente deja la casa, es más buena gente y, sobre todo, da más tiempo y atención.

Sus pares ya le habían dado algo de apoyo psicológico e información fáctica. Las dos primeras semanas se preocuparía por lo que pudiera estar haciendo el padre ausente, pero se acostumbraría a su nueva vida y podría comenzar a sacar el jugo a un conjunto de ventajas. Son razonamientos que comparten muchos adolescentes y reflejan un modo de ver la familia y su significado. Muchos sienten que la vida de pareja es poco gratificante. Advierten que la atención de los progenitores está en problemas económicos, el trabajo, o en segundas oportunidades después de los 40, desde reiniciar estudios hasta reingresar o ingresar a laborar; y que el papá es una figura ausente mientras las cosas se desenvuelvan normalmente.

La separación de los padres parece, pues, una opción más para chicos que esconden detrás de su indiferencia una búsqueda patética de atención. Como me dijo mi joven interlocutor: “Si mis padres se amistan, lo único que cambiaría es que se dirían chau antes de darse media vuelta en la cama para dormir”.

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