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El Canis lupus familiaris y el Celis sylvestris catus están con nosotros hace mucho. Los primeros acompañaron nuestros balbuceos como seres de cultura y los segundos como producto de las primeras grandes civilizaciones.

Lo más salvaje relacionado con nuestros perros son los lobos, cuyos ancestros fueron domesticados por nosotros hace 100,000 años. A pesar de que según Víctor Hugo Dios creó a los mininos para ofrecernos el placer de acariciar un tigre, este último y los primeros se diferenciaron hace 11 millones. Hay gatos salvajes, por lo menos silvestres, cosa que no ocurre con los perros. Podemos decir que la naturaleza nos ha regalado a los perros, mientras que nos ha prestado a los gatos.

Los canes nos ayudan a hacer muchas cosas, entre ellas protegernos de nuestros semejantes, quizá porque se alejaron de su esencia atávica. Los michis nos libran de plagas temidas porque siguen siendo predadores. Unos y otros son mascotas que dan y reciben cariño.

Pero de manera diferente. Porque los gatos irradian lo desconocido dentro de lo doméstico, son indicadores de mala suerte o talismanes. Y si pudiéramos súbitamente poner en palabras sus maullidos, no entenderíamos absolutamente nada porque sus experiencias nos serían arcanas. Aventureros y asesinos, con 9 vidas en su haber pero mortales ante la curiosidad, se refocilan con nuestras caricias y nos amenazan con sus garras.

El gato es nuestro, pero es otro, una suerte de intromisión de lo salvaje en lo cotidiano, la posibilidad, impensable en un perro, de un súbito abandono para ir a cazar una sombra, que nos deja solos y nostálgicos, confundidos, irrelevantes; y respetuosos de una independencia que no nos gusta aceptar.

Puede ser que nos quieran, pero no nos necesitan, comparados con esos cuadrúpedos que mueven siempre la cola cuando nos ven y cuyo único fin es complacernos. Que alguien nos llame gato o gata va a ser siempre mejor que nos apoden perro o perra, ¿no?

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