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Redacción PERÚ21

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Urbanista

"Se necesita todo un pueblo para criar a un niño" es una frase antigua que se refiere a la necesidad de la tribu para una crianza adecuada, en la que los padres reciban el soporte de su familia y comunidad y los niños aprendan de los distintos roles ciudadanos y, gracias a la intervención de todos, se conviertan en miembros activos de su sociedad.

En tiempos cada vez más individualistas y donde el barrio empieza a ser reemplazado por la fría y lejana ciudad, el rol del colectivo en la crianza ha sido relegado y es rechazado casi de manera general. Nadie quiere que le digan cómo criar a su hijo y cada vez menos gente se atribuye la facultad de hacerlo. Pero, ¿qué pasa cuando el asunto no es si al niño se le da fórmula o lactancia exclusiva, sino que se trata de un caso de violencia?Relegar la violencia familiar al ámbito privado es renunciar al deber de protección de las personas y, en especial, de aquellas más vulnerables. El terrible caso del niño Minaya es una realidad cotidiana y lastimosamente eterna para miles de niños y niñas que, como él, tienen la mala fortuna de caer en casas donde la violencia cumple una función no solo correctiva, sino educativa y, no pocas veces, simplemente sádica.

El testigo de la violencia tiene la obligación de intervenir. No importa si es familiar, amigo, vecino o un simple extraño. Debe intentar –aunque resulte difícil– comprender qué es lo que ocurre y cuando descubra indicios o presencie hechos, debe actuar decididamente y confrontar al agresor. Ciertamente, cuando uno se encuentra en una posición así resulta difícil decidir cómo actuar, pero urge tomar cuanto antes la decisión de involucrarse.

Es gracias al vecino que filmó el acto de violencia que este pequeño ha sido retirado de una situación que podría haber acabado con su vida. En una sociedad donde se pierde el sentido de comunidad y donde la confianza entre vecinos es baja, no perdamos también nuestra responsabilidad en torno al bien común y al bienestar de nuestros conciudadanos.