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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Con sus aguerridos sesenta años, Mamá María es la persona que gobierna esta casa: cuida a nuestra hija menor, cocina platos deliciosos (lomo saltado, ají de gallina, quinua con queso fresco: sus especialidades), hace las compras del supermercado (al que va y del que vuelve en una bicicleta de tres ruedas con una canasta metálica en la que apiña las bolsas, pasándose los semáforos en rojo y descargando obscenidades en buen peruano a los conductores que la amonestan en inglés por ignorar la señal de detenerse), limpia la casa mientras yo duermo (y luego se va a limpiar otras casas tan profesionalmente que la otra mañana, en casa de una vecina española, cayó desplomada, víctima de la tensión, y Samuel, el jardinero guatemalteco del barrio, tuvo que recogerla y llevarla de urgencia al hospital, cuidándose de no pasarse del límite de velocidad porque no tenía licencia de conducir), me compra las medias gruesas y los calzoncillos de algodón, nos pasa el huevo para espantar a los malos espíritus, bautiza clandestinamente a nuestra hija (al mismo tiempo que la educa en reconocer las fotos de Carlos Ponce, Jenny Rivera, Daddy Yankee y los cosméticos Lancome en la revista People en español) y, cuando llegan las fiestas, se ocupa de que todo (especialmente el pavo y sus condimentos y acompañantes) salga a la perfección.

Mamá María nació en los Andes, en Cerro de Pasco, en un pueblo minero, y desde entonces ha padecido toda clase de abusos y humillaciones. Perdió a sus padres siendo niña y se vio obligada a trabajar, pasar hambre y cuidar a su hermana menor, Hilda, a la que, tantos años después, sigue cuidando, al punto que Hilda vive también en esta casa y trabaja noble y abnegadamente con nosotros. Hilda fue monja veinte años en Colombia y luego se apartó del convento sin perder por ello su espiritualidad y se animó a la gran aventura de mudarse a los Estados Unidos, inspirada por los éxitos de Mamá María. Para nuestra inmensa fortuna, Hilda cuida de nosotros estos días que su hermana ha viajado a Nueva York. Hilda es bondadosa, delicada, servicial y, a diferencia de Mamá María, consigue expresarse en inglés. No siendo recia y aguerrida como su hermana, Hilda encuentra la manera de hacer las cosas de un modo oportuno y juicioso, sin hacerse notar, sin quejarse ni lamentar su suerte. En esto, y en todo lo demás, las hermanas son admirables: no hay obstáculo que no puedan remontar, no hay escollo insalvable para ellas.

Mamá María tuvo que irse del Perú en los años desgraciados del terrorismo y la crisis económica. Había trabajado cocinando y lavando en la embajada inglesa, tenía ya tres hijos, se había separado de su marido y estaba obligada a ganarse la vida. No había pasado por el colegio ni la universidad, pero poseía una formidable inteligencia para aprender el sentido de las cosas y resolver los problemas prácticos. Entre sus múltiples habilidades destacaba sin duda la de cocinar los más sabrosos platos peruanos (lomo saltado y ají de gallina: sus especialidades, algo de lo que podrían dar fe los sucesivos embajadores británicos y sus incontables invitados, que fueron felices gracias a la mano sabia de Mamá María), resolver con aplomo tres problemas urgentes a la vez y pagar las cuentas de sus hijos gracias al fruto de su trabajo.

Curiosamente, Mamá María tuvo que irse del Perú no porque estuviera sin trabajo sino porque llegó a sus oídos el rumor de que su hija menor, ya mayor de edad, todavía una jovencita, "estaba saliendo con un ratero". Con gran sentido práctico, Mamá María decidió que, así como era imposible reformar moralmente al ladronzuelo (al que nunca conoció, "de repente no era ratero pero tenía esa fama en el barrio"), era posible, sin embargo, apartar a su hija del sospechoso. Como al parecer la jovencita estaba enamorada, Mamá María supo que había que emprender vuelo y poner miles de kilómetros entre su hija y "el ratero". El plan fue simple y eficaz: Mamá María invitó a su hija al parque de atracciones de Disney, en Orlando. Muy poca gente se resistiría a una invitación así, lógicamente la hija de Mamá María no se opuso a emprender ese viaje que, según le dijo su madre, duraría "más o menos un mes". Gracias a la recomendación de los embajadores ingleses, los permisos de turismo les fueron concedidos sin demora a Mamá María y su hija enamorada. Nadie, ni siquiera el sospechoso de ser carterista ocasional, podía imaginar que Mamá María y su hija, después de visitar Disney, se quedarían a trabajar como empleadas en una casa de Miami, bajo el cuidado de una distinguida señora que las acogió generosamente. Desde entonces, y ya han pasado los años, Mamá María trabaja sin desmayo, cocinando, lavando, limpiando, cuidando a los niños del barrio, unos niños que han ido creciendo y son ya unos muchachones y cuando la ven en el parque o en el supermercado o montando tenazmente en su bicicleta de tres ruedas, le gritan con afecto: ¡Mamá María, Mamá María!, y ella les hace adiós y no se detiene porque siempre lleva prisa por alguna faena doméstica.

Mamá María ha viajado a Nueva York a visitar a su hija, la que vino con ella hace tantos años: casada con un hombre laborioso, madre de dos hijas perfectamente bilingües, protectora de tres perros a los que considera parte de su familia, la hija de Mamá María se enamoró de un peruano que vivía en Nueva Jersey (un amor que floreció por internet, a escondidas de Mamá María, que no tenía idea de nada) y un buen día le anunció a su madre que se iba de Miami a vivir en Nueva York. Cuando, perpleja, Mamá María le preguntó cómo se iría a Nueva York, su hija le respondió: En el carro de mi novio, que me está esperando afuera. Mamá María se asomó a la ventana y vio a un muchacho que le hacía adiós desde un auto deportivo de color rojo. Los hijos somos así, nos vamos a seguir con nuestras vidas aunque nuestros padres se queden al pie de la ventana, llorándonos. Ya vendrán a visitarnos cuando nos extrañen, pensamos, egoístas, como Mamá María va a visitar a su hija y sus nietas dos o tres veces al año, como mi madre viene desde Lima dos o tres veces al año porque yo, el zángano de su hijo, tengo miedo a los aviones y digo que estoy delicado de salud.

Alguna vez, sedado por los hipnóticos, amansado por los ansiolíticos, le he dicho a Mamá María en la cocina de esta casa: Cuando sea Presidente, te nombraré Ministra de Alimentos y Bebidas. Mamá María se ríe y me recuerda que es amiga de un congresista y que supo cocinarle a la familia de un miembro del gabinete ministerial y que de vez en cuando la llaman por teléfono los embajadores británicos desde Australia o Canadá para decirle cuánto la echan de menos, cuánto extrañan las delicias que ella les cocinaba. Ahora Mamá María cocina en esta casa, su casa, una casa en la que ella trabajaba y vivía antes de que yo me mudase, una casa en la que ella y su novio de entonces, apodado Pollo Gordo (ahora no habido), daban tremendas fiestas cuando los patrones viajaban.

Antes de irse a Nueva York, y sin precisar con exactitud la fecha de su regreso (pero todavía asustada por el desmayo que sufrió limpiando la casa de la vecina española), Mamá María ha dejado la refrigeradora llena de sus famosos potajes: hay suficiente ají de gallina, quinua con queso y lomo saltado para sobrevivir un mes, y quizá mes y medio, puesto que Hilda come como pajarito y Silvia, mi esposa, come no más que piñas, sandías, bananas y fresas, todas orgánicas. No sé qué haré cuando Mamá María renuncie y se jubile y se mude a Nueva York a gozar de un merecidísimo descanso, lo más probable es que la siga como los perros falderos siguen a sus dueños o como los gatos son leales a quien les da de comer. Entretanto, cuando me pasa el efecto de las pastillas y me resigno a la idea de que nunca seré Presidente, a veces le digo en la cocina de esta casa: Antes de morirnos, tenemos que inaugurar un restaurante en Miami llamado "Mamá María" e invitar a la inauguración al gran Gastón Acurio. Mamá María sonríe con un brillo levemente malicioso, el brillo de los que saben que las cosas hay que soñarlas y luego hay que hacerlas para que otro las disfrute y se vaya sin decir gracias. Gracias, Mamá María. Por favor, vuelve pronto.