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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

He desarrollado una cierta aversión a los aviones y los aeropuertos que no consigo neutralizar por amor a mi madre, he terminado siendo como esos futbolistas de provincias que se niegan a viajar en avión. Mi madre, Dios la bendiga, viaja por mí.

Debido a una discrepancia insalvable en nuestros horarios, mi madre no se queda a dormir en mi casa y va a un hotel cercano, frente al mar. Un amable chofer ecuatoriano, que estuvo en la cárcel y lleva tatuajes, la espera en el aeropuerto exhibiendo un pequeño cartel con su nombre, la ayuda con las maletas y la lleva al hotel. Nadie se ofende, cada uno está cómodo así: ella madruga y va a misa de ocho y ocupa la mañana cumpliendo innumerables tareas benéficas y de asistencia social, yo duermo como un oso hasta las dos de la tarde y despierto en espléndidas condiciones para amarla con las reservas de paciencia y dedicación que solo pueden hallarse en el fondo de uno si se ha dormido lo que era de justicia. La familia (los padres, los hijos) es una ardua educación en la paciencia: no es posible entenderlos, tampoco es posible que hagan lo que quisiéramos, solo cabe tenerles paciencia, quererlos paciente y delicadamente, sin afanarnos en cambiarles nada.

Desde luego mi madre quisiera que mi hija fuese bautizada en la fe católica que ella profesa con devoción, pero yo, que soy creyente muy esporádicamente (y que, mala señal, redescubro la fe cuando no encuentro el aire para respirar), prefiero no iniciar a mi hija en una confesión religiosa de la que no me siento parte. Ese tema, el del bautizo, es de una importancia no menor. Podría uno ceder y hacer el pequeño teatro para contentar a la familia, pero luego las concesiones no cesarían y serían infinitas y marcarían la vida entera: al bautizo sigue la primera comunión y la confesión y la confirmación y todo un camino que me enternece por lo que tiene de candidez en creerse unas ficciones religiosas pero que al mismo tiempo me parece reñido con la felicidad y el sentido común. En ese punto, como en el de los horarios, el amor por mi madre no coincide con el amor por mi hija. Debo elegir. Por el momento decepciono a mi madre, ya más adelante supongo que acabaré decepcionando también a mi hija.

Luego está el tema de la política y, en general, del servicio público. Siendo un espíritu hondamente religioso, mi madre cree, y predica con el ejemplo, que los individuos son más completos y acaso más felices cuando sirven a los demás. Ella, por lo pronto, no podría ser más servicial: sirvió a su marido dándole diez hijos y ahora sirve a sus hijos visitándonos con las maletas cargadas de regalos. No todos los regalos, sin embargo, son convenientes: los manás, panetones, bizcochos de plátano, alfajores y tortas de chocolate que llegan desde Lima podrían terminar en manos ajenas a las mías. Si como todos esos dulces, reventaré. Estoy gordo y mi madre me lo recuerda a cada momento con suma delicadeza, con gran sentido del humor, con cariño, sobándome la panza, riéndose de mi melena y mi barriga, invitándome a correr en la próxima maratón. Yo me hago el desentendido y me río pero tomo nota de que estoy obeso y me privo de comer casi todas las delicias que ella deja en la cocina y le digo que, como van las cosas, me dejaré ver en la maratón saludando desde una silla de ruedas empujada por dos fornidos atletas venidos de los Andes.

Si el amor a mi santa madre prevaleciese sobre mis pequeñas manías y egoísmos, haría, en este orden, todo lo siguiente: me levantaría al alba, iría a misa de ocho, correría maratones, bajaría de peso, me cortaría el espeso follaje tropical que adorna mi cabeza, llevaría el pelo rapado como cadete, tendría más hijos (que me temo serían siempre hijas) y, por fin, después de tantos rodeos y vacilaciones, me metería en la política para servir incansablemente a mis compatriotas del noble pueblo peruano. En ese momento, ya flaco, creyente, en forma, levantado bien temprano, confesado y comulgado, cantaría con mi madre el himno nacional tras inscribir mi candidatura a la presidencia y pedirle discretamente, sin que se enteren mis hermanos, una donación para solventar los gastos de la campaña. Me entristece de veras confesar que ninguna de esas magníficas ficciones me resulta humanamente posible. Esto es lo que soy, qué pena me da contigo, querida mamá: un gordito al que los otros se refieren como La Gorda, un escritor fracasado que se obstina en seguir fracasando porque cree que el peor fracaso consiste en dejar de escribir, un sujeto egoísta y ensimismado que solo aspira a vivir en paz durmiendo la mañana entera, noventa y siete kilos inútiles, inservibles, en avanzada descomposición: una bola, una masa, un panetón. Mi madre, Dios la bendiga, quisiera convertirme en una persona buena, bondadosa, virtuosa, en una inspiración, un modelo a seguir, un líder de los humildes y los desamparados. Esa visión de mí está cargada de los afectos más nobles y me conmueve, pero es una ficción, solo una ficción. Yo me aferro a otra ficción: la de ser escritor. Prefiero ser un escritor fracasado que un político exitoso. Hace años elegí ser un escritor y no un político y quemé todas las naves en ese empeño quijotesco. No se puede cambiar de caballo a mitad del río cuando los caballos han muerto ahogados. Yo ahogué a los caballos en las novelas que publiqué, cada novela es un caballo ahogado. Pero mi madre (y en esto los padres somos tercos) prefiere ver no lo que yo he podido ser sino lo que podría llegar a ser. De nuevo, la visión religiosa impide llegar a un mínimo entendimiento: las ficciones religiosas en las que ella cree con pasión convierten en ridículas y vacías a las ficciones escritas en las que yo (y unos pocos lectores intrépidos) creemos.

Al final del viaje, llenas de nuevo las maletas de regalos para los que la esperan en Lima, pospuesto indefinidamente el bautizo de mi hija, descartada mi incursión en política, disueltos los manás y los alfajores en mis tripas gordas y felices, ambos en un pico de estrés por extremar la paciencia para tolerar las manías del otro, mi madre y yo nos confundimos en un abrazo apenas interrumpido cuando nuestros sombreros se tocan antes que nosotros y caen hamacándose por una ráfaga de viento.