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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

¡Queremos orden! ¡Que se respete la ley! ¡Nadie puede enfrentarse al Estado sin consecuencias! ¡La violencia es monopolio del Estado! ¡Mano dura! ¡Palo! ¡Cárcel! ¡Bala!

Pero si el presidente de Capeco le roba arteramente al Estado, callo. Si el felón que está en Barbadillo arma una cebichada multitudinaria en su cárcel, soy mudo. Si a Pluspetrol se le derraman los tóxicos cada 15 días, miro al techo. Si las mineras contratan a la Policía como si fueran guachimanes a destajo con armas del Estado, no oigo. Cualquiera diría que soy un conchudo, un convenido y un lambiscón.

No es que las protestas se enfrenten al Estado ni reten a la autoridad. Tampoco que cunda la anarquía (¿?) o se incumpla la ley (o sea, exigen que se expulse a una jueza porque no les gustó el fallo), y tampoco que se impida la actividad económica que le tira un hueso al Estado y a la Policía para que no se metan con ellos. A muchos de los que piden mano dura, estas cosas no les interesan.

Les arde que esos mismos indios a los que antes se podía matar impunemente con francotiradores, esos cuasianalfabetos y salvajes, sean hoy ciudadanos con derechos y la posibilidad de exigirlos. Les jode que protesten cuando los pisan, se quejen cuando les pegan y devuelvan el golpe cuando los atropellan. Añoran la mita.

Hace casi un año, con un amigo y colega hicimos un mapeo de situaciones de riesgo en las regiones con actividad hidrocarburífera y encontramos que en Pichanaki ya hacía tiempo que se estaba armando el problemón que reventó en febrero. Nadie dijo ni hizo nada hasta que la gente salió a protestar. Uno no toma la calle ni va al paro porque es divertidísimo que le lancen gas y lo golpeen o lo maten, sale porque todo lo demás fracasó. No seamos idiotas.