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Luis Davelouis: Mermelada y Civil War
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La semana ha sido dura para muchos colegas. Casi todos, me gustaría decir. Porque, lo hayan hecho público o no, todos tienen una posición más o menos definida con respecto al caso de Milagros Leiva, dependiendo de lo que cada uno haya escogido: pensar o creer. Varios hemos dedicado parte de nuestros espacios a hacer catarsis y un ejercicio de reflexión para identificar qué está dentro de los límites de la ética y qué, sin llegar a la ilegalidad, se encuentra fuera. ¿Qué es válido y qué está más allá de los límites del periodismo? ¿Dónde se acaban nuestros "poderes" de discernimiento y sentido común? ¿Dónde contenernos y marcar la línea? ¿Cuándo corresponde cruzarla? No tenemos más que un puñado de certezas y muchos chismes y especulaciones y con eso no se puede hacer mucho. Hay demasiadas versiones encontradas y contradicciones flagrantes, demasiadas dudas.
Un grupo de nosotros, periodistas de profesión u oficio, intenta ajustarse a un "nuevo" "viejo estándar" según el cual es legítimo comprar información. Y puede serlo, dependiendo del caso o la fuente. Lo que me aterra es que piensen que la identidad de quien realiza la compra también la legitima. Y me aterra porque con las pruebas y confesiones de parte con las que contamos es imposible asumir una postura semejante sin estar confiando ciegamente. Y si hay algo que un periodista no debe hacer es basar sus juicios en la fe: ni en su capacidad, ni en la ajena, ni en la buena voluntad, ni en dios, ni en sus amigos. Solo en pruebas.
Se está muy solo en el salón de los que no ponen las manos al fuego por nadie. Pero es el costo de la libertad e independencia que uno escoge, la precariedad de los que eligen no tener jamás sobre qué apoyarse.
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