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Luis Davelouis: Mejor que tú
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Decimos –por costumbre, por convicción, por fe– que el hombre es la medida de todas las cosas. Es la idea madre desde que "el hombre" se puso a sí mismo en la cima de todo lo que dio en llamar "el mundo" o "la creación" y se inventó un propósito donde solo había caminos diferentes de idéntico valor. Nuestra ventaja y nuestra condena.
Ventaja, porque la "altura", aunque fútil, nos dio la autoridad para nombrar y ordenar el mundo que se nos había "entregado". Condena, porque el hombre jamás ha sido un colectivo uniforme y las diferencias que contradecían el enunciado primigenio han encerrado, desde siempre, miedo, rechazo, discriminación y muerte. Primero se teme a lo diferente, luego se le considera extraño e inferior, se le deshumaniza, se le ignora, se le explota y se le mata si no se somete.
Detentar la razón –o "la verdad"– como si fuera un garrote, una metralleta o una bomba es nuestra forma predilecta de imponer puntos de vista: la democracia, la solidaridad, el comunismo, el islamismo, el cristianismo, el judaísmo (la palabra de dios, cualquier dios, la gran coartada). Mi verdad debe prevalecer, aunque haya que matarlos a todos, aunque no esté seguro de ella. Aunque sea mentira. Porque, ¿qué nos da la certeza de tener razón? Si reconocemos nuestras limitaciones frente a nuestros ídolos imaginarios, ¿cómo sabemos si es el vecino el equivocado y no nosotros? No sabemos y no nos permitimos dudar. La semana pasada murieron cientos de personas inocentes porque alguien creyó con toda el "alma" que eran pecadoras. Deshumanizar al "inferior", al impío, al salvaje. Convertirlo en cucaracha. Porque una cucaracha siempre merece morir. Y porque uno nunca sabe cuándo se convertirá en la cucaracha de alguien más.
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