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En Dictamen sobre Dios, José Antonio Marina insiste en una idea que tiene eones dando vueltas en nuestra conciencia colectiva según Freud y varios otros: que lo nuevo solo puede nacer de la decadencia o de las cenizas de lo viejo. Pero, para que lo nuevo pueda florecer, necesita terminar de liquidar, aunque sea para sí mismo, aquello que le dio vida.

Este es el mecanismo que se encuentra, por ejemplo y según Marina, detrás de la "evolución" del politeísmo localista de los pastores nómades del desierto al monoteísmo abrahamánico del judaísmo hasta llegar al cristianismo. Nada es perpetuo, ni siquiera moderadamente longevo en términos de las eras.

Aterricemos esto en la izquierda de nuestro país. Dicen que se han renovado y sí, vemos caras nuevas; que han renovado el discurso también: desde el vocabulario básico hasta el ideario y los conceptos se han modificado y moderado (hubiera sido un escándalo que, tras la caída del muro, no sucediera, pero casi no sucede). El mundo y las ideas cambian: lo que parecía verdadero, justo y apropiado en un determinado momento de la historia ya no lo es, y lo más probable es que, en unos años, lo que hoy consideramos justo, bueno y pertinente también deje de serlo.

La sangre nueva tiene dificultades para desligarse de lo viejo porque este la condujo y la ayudó a formarse, a convertirse en lo que es hoy. Esto, a su vez y comprensiblemente, genera una sensación equivocada de lealtad y fidelidad que sabotea el mensaje y la iniciativa novedosos. Es como cargar al abuelo sobre la espalda para subir la cuesta y que este nos dispare en el pie con su pistola.

Los patriarcas son para los libros de historia, no para seguir escribiéndola.