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Hace algunos meses conversaba con el editor de un importante diario y coincidimos en el pronóstico de que la actual campaña electoral sería una de las más sucias en muchísimo tiempo.

Con un país sin partidos sólidos, sin programas reconocidos, sin discursos esperanzadores anclados en la realidad, con la corrupción como común denominador de todos los candidatos y asumido y entendido así por parte importante de la población, con el fujimorismo y el aprismo con los ojos llenos de sangre y con el descrédito alucinante de la clase política en medio de un votante promedio que no lee y no está dispuesto a comparar propuestas sino gestos, era poco probable que los candidatos se dedicaran a diferenciarse entre sí por algo más que no fueran sus miserias.

Hace algunas semanas recordaba esa conversación y me sorprendía gratamente porque la carrera electoral no se había convertido en el chiquero que pensábamos. Pues me equivoqué dos veces: primero por pensar que me había equivocado (Jirafales style) y luego por emocionarme ante la aparente e inesperada limpieza que me pareció percibir.

Ante el cerro de acusaciones y señalamientos de los candidatos más tradicionales no quedaba más remedio que embarrar a todo aquel que no estuviera alineado: medios, analistas, "opinólogos", académicos, periodistas, encuestadoras, competidores y cualquier ciudadano que no esté a favor, está en contra y es un enemigo.

Lo interesante aquí es que a los matones de las elecciones los traiciona el criterio y la paranoia. No se puede atacar a todos a la vez. Hay que concentrarse en uno por uno porque el que mucho abarca poco aprieta y el estrés desgasta y cansa. Yo no imagino hace dos meses a Mauricio Mulder diciendo que durante el gobierno de Belaunde robaron más que en el de García. Ley de la pose.